Colores
No sé cómo explicaros cómo descubrí mi propia raza
Os escribo desde la sala de mi médico de cabecera. Llevo una copa de vino blanco, de vino tinto, y un neobrufén encima para calmar el resfriado, que para una persona que no suele beber es mucho. Tengo un asian glow que ilumina toda la sala. Dos señoras con el pelo cardado me miran fijamente. Ojeo el libro de Marina Garcés Nueva Ilustración Radical y disimulo que no me doy cuenta. Conté un total de 30 certificados, diplomas y premios en la pared con marcos distintos. Suena el Radetzky-Marsch Op.228 y me arranca una sonrisa incómoda de la cara recordándome cuando mi madre ponía el concierto de año nuevo de la Orquesta Filarmónica de Viena que echaban en la tele y nos despertaba a mí y a mi hermana dando palmaditas cuando vivíamos en Vallecas.
Siempre estábamos las tres, y R, la hija de nuestros vecinos. Como tenían un bar y trabajaban hasta tarde, R se quedaba mucho en nuestra casa. Jugábamos a dar vueltas en el salón bailando al ritmo de Ilarie en maillots de color morado y rosa. Cuando mi madre tenía que ir a trabajar, nos dejaban en la casa de J. El padre de J tenía un videoclub en frente del Bar de R y un ático mal iluminado donde pasábamos altas horas escondidas jugando al nuevo juguete que le habían comprado esa semana. Quedar con J significaba no jugar a las princesas porque se aburría y su padre decía que eso era una cosa de Niñas y maricones. Un día su padre le regaló un set de los Power Rangers.
A la hora de escoger cuál queríamos, me asignaron por defecto a Trini, la Power Ranger amarilla. Yo quería la rosa, como mi maillot.
— ¿Por qué me habéis dado el Power Ranger amarillo?
— Porque eres chino, y sois amarillos. Mira.
J me agarró del brazo y lo puso junto al suyo. No sabía si era por la iluminación del ático o el calor que hacía dentro que no veía el presunto tono amarillo de mi piel. De vuelta a casa, en la cocina, recuerdo preguntarle a mi madre lo que ocurrió en el ático cuando estaba jugando con J y R. Mi madre soltó una pequeña risa mientras movía la sartén con una mano.
No sé cómo explicaros cómo descubrí mi propia raza. Pero es evidente, diréis, además, ya me llamaron chinito desde temprana edad, cuando cantábamos Chin-Chun-Fa en la guardería y nos achinábamos los ojos. Pero daba igual cuántas veces me miraba al espejo seguía sin ver el amarillo de mi tono de piel. Cuánta razón tenía. Porque la relación conceptual entre los asiáticos del este y algunos centro-asiáticos y la piel amarilla no ocurrió hasta el siglo XVIII cuando Carl Linnaeus nos aplicó esa etiqueta por primera vez.
Según Michael Keevak en Los Viajes de Marco Polo, los chinos eran descritos como blancos. En el siglo XVIII, en los registros de los misionarios informaban que el color de piel de los este-asiáticos era claramente blancas. En un principio, Linnaeus utilizaba el adjetivo en latín fuscus para describir el tono de piel de los asiáticos. Fuscus significa oscuro. En la décima edición del libro del 1758-9 Systema Naturae, especificó nuestro tono como luridus, que significa amarillo claro o pálido.
Johann Friedrich Blumenbach fue más allá y aplicó una etiqueta diferente, la de Mongolo. Hizo más que utilizar la palabra en latín Gilvus, que se traduce como amarillo claro para describir nuestro tono de piel. Pero la etiqueta de lo amarillo vino con discriminación, exclusión y violencia. También respondieron a la llegada de los migrantes asiáticos con el Yellow peril, o el Peligro Amarillo que hablamos hace dos semanas, un término con asociaciones negativas.
— Señora...[Pausa de cinco segundos] ¿Chinta-i-i-sa-i-i-sen?
— Sí, ese soy yo.
— Pase, por favor.
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