¡Firmes!, vuelve la mili
El servicio militar se sufría y se pasaba para después ser contado para envidia de cuantos se habían escaqueado
Hace algunos días que me despierto sobresaltado por un sueño que se repite y me tensa irremediablemente desde la llegada de Vox. Voy con el petate a cuestas por la calle Doctrinos de Valladolid y cuando franqueo la pérgola de la Academia de Caballería suena el himno de España. Me pongo firme sobre la cama y no me relajo hasta que suena la radio con las noticias de las 08.00. Advierto entonces, y solo en aquel momento, ya con los pies en el suelo, que no me han llamado a filas ni todavía se ha reimplantado el servicio militar obligatorio, abolido en 2001 por el PP.
Aunque ya no tengo edad para ser reclutado, siempre viví con el temor de que el Ejército me volvería a llamar algún día si se terciaba después de cumplimentar una cartilla inmaculada en 1982, un año después del 23-F. “Valor: se le supone. Conducta: ejemplar. Amor al servicio: mucho. Carácter: enérgico. Aseo: esmerado. Grado de confianza: alto”. No me quedó más remedio que actuar como un militar desde que me vi obligado a ejercer de cabo para combatir la presión de unos suboficiales que me tenían por un elemento subversivo por mi condición de periodista del diario Avui.
Muchos me llamaban despectivamente “perio” y sospechaban que mi misión consistía en tomar notas para escribir una serie de artículos contra España. Algunas veces incluso me llegaban abiertas las cartas que recibía de mi amada novia Montse. Así que, vigilado como me sentía, intenté obedecer y ser obedecido, cumplidor en el cuartel y en las guardias, sin perder complicidad con los soldados —siempre intenté ser tropa—, y aplicado en la redacción de informes sobre carros de combate —mal llamados tanques en el argot popular—-en la oficina de Investigación y Doctrina.
No me concedí más licencia como buen catalán que la de responder “i Camprubí” cada vez que se pasaba lista, como si la “i” formara parte de mi segundo apellido, un acto de afirmación que de forma sorprendente fue aceptado hasta por el teniente Restituto y el brigada Domiciano. Nunca fui reprendido, ni recuerdo haber cumplido arresto, seguramente porque tuve la fortuna de ser amigo de Jaume Pont Llobet, el cabo furriel, la mejor manera de tener una mili llevadera, relativamente tranquila en el día a día y hasta cierto punto fácil cuando se imponía negociar un permiso de urgencia con el capitán José Bleda Torres.
Las cosas se me complicaban cuando no dependían de mi aliado, momento en que me daba un ataque de pánico por la severa intervención de los mandos o el carácter transgresor de los compañeros más gamberros, veteranos que recibían a los reclutas con putadas como la senda de los elefantes, un ejercicio de masturbación en el Paseo Zorrilla. Tenía miedo a que se me disparara el Cetme, a que me explotara la granada en la mano, a un relevo mal hecho, a una parada a destiempo, a confundir a un teniente con un capitán, a ser descubierto por la Policía Militar en la que patrullaba sin saberlo mi querido Robert Álvarez.
Es tanta la grima que siento que, vencido el miedo, hoy desertaría si llegara el caso de que me llamaran a filas
A menudo te paraban por la calle, ya con la ropa de paisano, y en una ciudad con una docena de cuarteles te preguntaban “¿Qué hora tiene el Ejército?”. Y yo me quedaba paralizado, igual que cuando me mandaban al campo de tiro, consciente de que importaba más la vida de un caballo que la de un soldado, lema muy extendido en los caballeros alféreces cadetes entre los que se encontraba uno de la dinastía de Milans del Bosch. La nuestra fue una mili larga, 16 meses de temperaturas extremas, porque en verano me supuraban las botas de sudor por el calor abrasador y en invierno nunca me quitaba el pijama por el frío cogelador que llevaba el Pisuerga.
No tuve la suerte de salir excedente de cupo y, ni antes ni después de ser alistado, supe buscarme la vida u olvidarme de las miserias en el bar, porque no tenía enchufe y era más sumiso que insumiso, incapaz de falsificar un certificado médico, siempre resignado, alejado de la grandeza de compañeros como Jordi Bonany, autor de unas excelentes viñetas de cómic en que los militares arreaban a unos manifestantes, obra enroscada en una especie de canuto destinado a los morteros y que se dejó en el tren; el olvido le costó un destino a cuadras de vuelta a Valladolid.
Ningún recuerdo peor que la muerte de Agustí Pou Bartra, degollado por la chapa de un R-5 turbo Copa, cerca de Logroño. Aquel chico robusto se había desvivido por poder disfrutar de un puente, viajaba dichoso con cuatro compañeros, cuando un accidente acabó con su felicidad a pocas horas de alcanzar su pueblo de Celrà. El desgarro vivido en el tanatorio no curará jamás; solo entonces comprendí que hay silencios más abrumadores que el grito del peor chusquero, acostumbrado como estaba yo también a chillar y a dar el alto para vencer el miedo que nunca me saqué de encima mientras estuve en la Academia.
La mili se sufría y se pasaba para después ser contada para envidia de cuantos se habían escaqueado, nunca mejor reflejada que en las historias de Ivà en El Jueves. A los peores momentos se les pone cara de chiste con el tiempo y a los buenos ratos se les evoca con una copa porque ciertamente las amistades son para toda la vida; a mí me pasa con Jaume. Yo al menos descubrí Castilla; me familiaricé con unos reclutas a los que ayudé a leer y escribir a partir de las crónicas de fútbol y aprendí a no guardar rencor a nadie; me licencié en paz un martes y 13 cuando me prepararon largo tiempo por si tenía que defender a España.
Tampoco es que fuera necesaria para la cohesión social, como llegaron a defender algunos políticos del PSOE. Me mentalicé simplemente para afrontarla con la certeza de que perdería un año y, por tanto, se trataba también de olvidarlo una vez pasada la pérgola, ya sin petate, finalmente libre por la calle Doctrinos. La Academia ha pasado a ser incluso un Museo. Nadie puede garantizar, sin embargo, que no vuelva la mili después del empeño de algunos políticos como los de Vox por recuperar la caza y los toros no ya como un arte sino en tanto que parte de las tradiciones y costumbres de siempre del país, bandera de España.
Verdad o mentira, vuelvo a tener pesadillas y es tanta la grima que siento que, vencido el miedo, hoy desertaría si llegara el caso de que me llaman a filas, con o sin prórrogas como entonces, incluso si el destino fuera Valladolid.
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