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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La banalización de la palabra

Lo nuestro es tan efímero que necesitamos unas ciertas expectativas de futuro para llegar al final nuestro corto recorrido. La promesa forma parte del estar en el mundo

Josep Ramoneda
Quim Torra, en el Parlament, este jueves.
Quim Torra, en el Parlament, este jueves.Alejandro Garcia (EFE)

La distancia entre lo que los políticos dicen y lo que hacen, la diferencia entre lo que dicen en privado y lo que dicen en público, la percepción de que no dicen lo que piensan sino lo que creen que la gente quiere oír es una de las causas principales del distanciamiento entre gobernantes y ciudadanos. Parece que hay un supremacismo del poder que incita a tratar a los ciudadanos como niños. Y se nota.

La política de comunicación se ha convertido en el horizonte insuperable de nuestro tiempo

Los demagogos del populismo de derechas dan un paso más en el ejercicio: se llenan la boca de discursos trascendentales, con aparatosos valores absolutos como referencia, siempre con algún enemigo en el punto de mira, para hacer creer a los que se sienten frustrados por la política, que ellos son los únicos portadores de las verdades frente a los profesionales del pasteleo y de las componendas políticas. La debilidad de los partidos de tradición democrática es su fuerza. Del nivel de cultura democrática de una sociedad y de las complicidades que consigan en el espacio conservador depende que estos impulsos fundamentalistas tengan más o menos recorrido. En España estamos en un momento delicado, por el acercamiento activo del Partido Popular al discurso de Vox y por el acomodo vergonzante de Ciudadanos en este frente. La única ventaja de la grosería neofascista es que es tan evidente que el que se deje engañar no puede argumentar ignorancia.

En democracia, los dos espacios más comunes de la banalización del lenguaje están en las llamadas estrategias de comunicación y en el recurso a las grandes promesas aún a sabiendas de que no se podrán cumplir. La política de comunicación se ha convertido en el horizonte insuperable de nuestro tiempo: ¿Cómo decir las cosas de modo que se acerquen lo más posible a lo que la gente quiere oír? ¿Cómo ajustar las palabras a aquello que active los mecanismos de adhesión de los destinatarios y desactive el instinto crítico espontáneo? Sin duda este ejercicio puede servir para obtener resultados a corto plazo y llega a su paroxismo en las campañas electorales. Pero, primero, dificulta la aparición de líderes con autoridad. Ésta emana del que transmite autenticidad en su actitud y en su discurso, de lo que se infiere responsabilidad a la hora de tomar decisiones de interés general (virtudes que no se modelan porque son personales e intransferibles). Segundo: Traslada una imagen de la política como espectáculo con papeles repartidos, en que cada uno dice lo que le toca, en función de sus intereses y del papel que ocupa en la dialéctica gobierno-oposición, lo que multiplica la desconfianza: sólo les interesa el poder. Y, tercero, la simplificación de los mensajes, en un sistema determinado por los medios digitales, conduce a la confrontación simple, alejada de los matices, con un vocabulario reducido que busca los rasgos efectistas y favorece la lógica del amigo y el enemigo.

Puede que la vida no tenga sentido, pero el sentido es necesario para la vida. Es la paradoja de los humanos

Puede que la vida no tenga sentido, pero el sentido es necesario para la vida. Esta es la paradoja de los humanos: lo nuestro es tan efímero que necesitamos unas ciertas expectativas de futuro para llegar al final de nuestro corto recorrido. La promesa forma parte del estar en el mundo. Este es el sentido de las ilusiones que han movilizado a los pueblos, unas veces para bien, otras muchas para mal, y encuentran eco en los proyectos políticos. A menudo aparecen momentos de oportunidad para plantear procesos de cambio. Tenemos un ejemplo reciente en Cataluña: la ilusión de la independencia, después de que la crisis nihilista de 2008 nos colocara frente a un muro, apelando a una asignatura pendiente —la República— ha tenido recorrido, hasta que ha alcanzado el límite social de sus fuerzas. Ahora, es obvio que el cumplimiento a corto de plazo de la promesa es imposible. Insistir en ello, en vez de asumir la necesidad de definir una estrategia de largo recorrido, lo que hace es banalizar la palabra: reducir la República a eslogan. La responsabilidad de un dirigente político es advertir sobre los límites de lo posible. Casi todos reconocen en privado que se tocó techo, pero cuando hablan en público se adaptan a las palabras de ritual. El presidente Torra llega al extremo de decir que “si viera que no puede llevar al país a la independencia lo dejaría”. ¿Cuánto tiempo tardará? La banalización de la palabra, el miedo a explicar la realidad, conduce siempre al desencanto.

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