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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Esterilizadores de animales

Hoy predomina la idea de que el mejor perro es el que está capado, y no te dan uno entero aunque ofrezcas garantías razonables de que no montarás ninguna granja de cría

Pablo Salvador Coderch
Una perra esterilizada, en la montaña.
Una perra esterilizada, en la montaña.t. p.

A una, hace muchos años, la saqué de la calle, pero nunca he acogido (“adoptado” escriben, dulzones, los más) a ninguna perra de perrera. Y es que no me agradan los animales esterilizados por obligación, capricho o moda cultural. Hoy predomina la idea de que el mejor perro es el que está capado y no te dan uno entero aunque ofrezcas garantías razonables de que no vas a montar una granja de cría o a dejarlo suelto. Pero no está bien: los perros pierden carácter y engordan (los ves, atados y apáticos, paseados por las calles de Barcelona, cuando se cruzan con mi perro, un intacto teckel de pelo duro, y al instante entiendes qué les hicieron). La mayor parte de los defensores de animales sostienen que porque estos son seres sentientes hay que protegerlos de la barbarie humana. Sí, claro, pero entonces ¿por qué urgen la esterilización masiva de los animales domésticos?

La política de esterilización sistemática de mascotas en hábitats urbanos es ya universal e indiscutida. Bueno, hasta hoy: ahora mismo estoy escribiendo en contra de esta práctica, aplicada compulsivamente a perros y gatos que han tenido la suerte pésima de haber sido abandonados por sus desconsiderados amos, de haberse perdido, o de haber nacido en la calle. Puedo comprender que el ayuntamiento patrocine alimentar las palomas callejeras con un pienso saturado de nicarbazina (un antiparasitario con propiedades anticonceptivas, se les da también a los pollos de carne, en las granjas), pero que al final de todo esto yo haya de irme al campo para ver perros enteros me parece una calamidad, alguien había de dejarlo escrito alguna vez: en la ciudad, al menos, habrán de quedar algunos reductos de integridad física animal, real y respetada, si realmente hemos de creernos que hasta los animales tienen derecho a ser protegidos de los dogmas de sus autoproclamados defensores.

Los partidarios de la esterilización masiva y obligatoria dicen que los humanos no podemos extrapolar nuestra sensibilidad sexual a otras especies, al menos, fuera de los homínidos y algunos cetáceos. O que mejora la salud de los afectados, alarga su vida y reduce las pulsiones a portarse mal causadas por la testosterona en los machos y elimina el (molesto, suponen) celo de las hembras. Inquietante, lo siento: ha de poder ser debatido. Esta buena gente no posee la razón.

En la ciudad, al menos, habrán de quedar algunos reductos de integridad física animal, real y respetada, si realmente hemos de creernos que hasta los animales tienen derecho a ser protegidos de los dogmas de sus autoproclamados defensores

Recientemente, el artículo 11.2 de la Ley 6/2018, de 26 de noviembre, de protección de los animales en la Comunidad Autónoma de La Rioja, ha dado un paso más (¿hacia dónde?) cuando ha establecido que “los perros, gatos y hurones que sean objeto de comercialización o cesión deberán ser esterilizados previamente”. Temo, acaso con algún fundamento, que esta disposición no haya sido, a su vez, esterilizada, y que se reproduzca en Barcelona, si no es que lo hace en toda Cataluña, aunque quiero creer que el sentido común subsistirá a ratos en el celo electoral que se avecina.

Lo más grave de todo esto es el dogma en acción, la apoteosis del prejuicio en algunos defensores de animales que se arrogan el doble derecho de redactar y aplicar ellos solos el catálogo de las reglas de la corrección animal. Bastaría con su afirmación de que alguien habría violado un precepto del código para que su palabra fuera a un tiempo denuncia, acusación, prueba, juicio y condena. En esto, la exaltación de algunos grupos animalistas no es más que el síntoma de una patología social y jurídica generalizada en esta sociedad crecientemente iliberal: una mera denuncia es suficiente para que cientos o miles de personas salgan a manifestarse proclamando que creen en su verdad, o para que quien ose negarla –o tan siquiera pida la suspensión del juicio hasta que los hechos denunciados se prueben– sea inmediatamente cubierto de oprobio.

Pero no tienen razón. Y no la tienen, primero, porque la denuncia de una violación de tal o cual código jamás debería equivaler al juicio imparcial al que todos tenemos derecho. Y, segundo, porque el código mismo puede estar plagado de preceptos discutibles, opinables, o simplemente estúpidos, es decir, y como muestra el ejemplo polémico de la castración forzosa de perros y gatos, la posesión de la verdad no es casi nunca la consecuencia inevitable de la fe en la bondad de la norma que se dice infringida. Si usted cree que no puede tener una perra pastora si antes no la ha sometido a una ovariectomía, piénselo dos veces antes de adquirirla. No será una reflexión estéril.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil en la Universidad Pompeu Fabra.

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