La sopa, una verdad de la Navidad
El caldo y la sopa rellena o de ‘gallets’ eran y son la declaración de principios de la cocina íntima, doméstica, familiar, que arrastra una crónica de ausencias y homenajes
Los grandes chefs no meten sus dedos en el compongo final de esta maravilla que se consuma una vez al año. No hay necesidad de manosear elementos ajenos adheridos ni tampoco hay una única fotografía expresionista, canónica, para situar a este plato (olla queda mejor) en la moda.
Es un clásico, la sopa (brou) del día de Navidad y debe ser un ejemplo de la gastronomía ‘liquida’, esa realidad excepcional, apenas articulada pero personalizada. Sin lechos nubes, aires, ‘tierras’ ni attrezzo operístico el sabor del fin de año es reconocible porque aparece como una nota clave de dietario, cargada de los homenajes emotivos, del placer de recordar y añorar. Un instante sintético.
La sopa de Navidad, sopa rellena o de ‘gallets’, era y es la declaración de principios de la cocina íntima, doméstica, familiar, que generalmente arrastra una crónica de ausencias y homenajes. Cocinar es evocar, una ceremonia. Debe ser el resultado de una continuada historia de amor a la sencillez, de atención a la gente próxima, lógicamente estimada.
Posiblemente un caldo y un puñado de pasta ‘sopa’ rellena resulta una traducción concreta de la suma de los mejores sabores posible sin que arrastren una materia contundente, noble y cara, para morder o deglutir. La preparación no reclama una crema envolvente, esos magmas hijos de la nata o los ‘fumets’ de los alquimistas. En realidad, esta sopa tradicional procede de una propuesta culinaria arcaica anualmente verificada, documentada verbalmente en el clan familiar pero apenas alterada, no es necesaria la revisión crítica esa manía que generalmente desvirtúa los cimientos y razones.
Nace de la necesidad de expresar la excelencia de la naturaleza, los frutos del campo domesticado y de las granjas con animales de pelo y pluma. Ha de ser el prólogo que describe e invita a la lectura lenta de una obra fugaz, con vocación de contener toques maestros. La ocasión, la cita anual, demanda el rango de las liturgias festivas, el deseo del cocinero/a oficiante de celebrar y recordar, retener matices, sabores, fragancias que solo surge de la experiencia formada desde la honestidad. La cocina que va de las abuelas a las nietas, sostenidas hoy por éstas y antes por madres y tías en el fogón familiar. La tradición y sus vacíos se vivió en casa, en todas.
Hay poco ‘yo’ íntimo y muchas ideas colectivizadas que se aportan al paladar colectivo que el clan construye en sus fogones y mesas. Radica el deseo de corresponder con el otro, el resto. La cita, el plato, traba esta historia de invisibilidades, esta obra casi perfecta, una de las verdades ciertas de la fiesta arraigada en leyendas.
El viaje es el trayecto, un ejercicio dilatado para un festejo fugaz, de ahí que la síntesis de esencias, la carga y transporte de los valores de las carnes y las hortalizas de compañía. Todo desaparece antes de llegar al plato pero antes el vapor del caldo, el rumor lento de la olla, domina durante horas, varios días a veces, las cocinas donde se oficia esta sugerencia cargada de sencillez y sutilezas. Colando, catando y desgrasando.
El caldo es ya una ofrenda, la síntesis muy sabrosa pero no medicinal -jarabe recargado-, al que se le acompaña con la sopa rellena, huevas de gallina quizás o albóndigas pequeñas. No es un consomé ni una crema de alambique pero debe huir del caldo ligero y claro, especiado. Un buen caldo, redondo, sabroso, sin exceso de cuerpo, con estructura de sabores es una marca difícil de completar y repetir.
Pep Maur Serra preparó una variante personal, una excelsa y matizada ‘sopa de perdiu’, que toman en la noche de Navidad en Son Collet, según la receta materna de Margalida Sancho, que este año tendría cien años, recogida en su libro de platos y dibujos Variacions. En Son Collet, casal del arte y los libros, el tiempo detenido, entre un perro gigante y decenas de pavos reales, una memoria de sabores y placeres, escribe y ejerce el pregronero de la festa de l’Estandart 18, Biel Mesquida, que narró Mil i una Palma.
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