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BARRIONALISMOS
Columna
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Navidades de Simago

Eran días de petardos y rosas, pero sin romanticismo

Getty

"Tienes peor cara que un pavo del Simago" es una expresión que ha llegado hasta hoy y que para mí no tiene sentido, puesto que no sé cómo era el género alimenticio de este supermercado ya extinto. En cambio, nunca olvidaré, su Navidad. ¡Ay!

Cuando no tenía casi años, estas fechas señaladas eran algo más que días rojos en el calendario. Las vacaciones en el colegio anunciaban lo que, antes sí, era un momento especial. El último día de clase, las madres, porque normalmente eran ellas, nos daban tortillas, bizcochos y croquetas para que las lleváramos al aula y así pudiéramos despedirnos con la tripa llena del primer trimestre y de nuestras compañeras y compañeros.

Después, se abría un abanico de ocio inmenso y gratuito delante de nosotras con un único escenario: la calle, que rugía bulliciosa y repleta de puerilidad. Eran días de petardos y rosas, pero sin romanticismo, porque no eran raros los disgustos. La combinación menor y pólvora nunca ha sido sencilla.

Vivíamos un poco a lo bruto, con alegría no contenida, villancicos sin pudor y aguinaldo en bares, plazas y casas. Menos en Nochebuena, momento en el que el barrio perdía densidad, debido a que la mayoría nos íbamos al pueblo, confirmando que hay muchas personas nacidas en Madrid, sin embargo, gatas, bastante menos. Mi destino indefectible era un pueblo pequeño en Segovia, donde estoicos soportábamos eso que está por encima del frío. Veíamos solemnes a Raphael en la tele, ritual que hemos compartido varias generaciones y cuando acababa aquello, comenzamos batallas campales de cojines entre las más pequeñas.

Por aquel entonces, casi ni sabíamos quién era Papá Noel y desde luego, no le esperábamos. En el barrio éramos de Reyes Magos y les veíamos en Simago, a unos cuantos kilómetros de los prodigios de la arquitectura y la iluminación de los que disfrutaban en el centro.

En el economato nos juntábamos cientos de niñas y niños para verles, después de hacer un buen rato de cola. Cuando llegaba nuestro turno, les contábamos que habíamos sido buenas y les entregábamos con ceremoniosidadnuestras misivas a señores con barbas de pelaje brillante y color antinatural poco conseguidas. Lo cierto es que no éramos nada ilusas, dejábamos cartas realistas y cortas, ya que pese a tener claro que hacían magia, sabíamos que una cosa son los trucos y otra, muy distinta, los milagros.

Pedíamos regalos mundanos y prácticos: calcetines, pijamas, scalextrix, balones, muñecos, bicis o monopatines. La oferta no era muy amplia y Sus Majestades se encargaban de conseguirlos en el comercio local, porque en el extrarradio de esa época no había ni rastro de un centro comercial. Todavía me acuerdo de Jugueterías Ancar, una que había en Alcorcón, que se llamaba así porque la regentaban Antonio y Carmen. Era un auténtico paraíso.

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Pero antes de recibir nuestros regalos, podíamos ver a los Reyes una vez más. La Cabalgata de mi localidad era humilde, no obstante, a diferencia del que había en Simago, contaban con un Baltasar negro, en lugar de pintado. Para algunas eso significó concederle una prórroga más que decente a la posibilidad de creer y de celebrar a lo grande la Navidad.

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