España, años 30: crónicas de un pueblo
Un volumen recoge los mejores reportajes aparecidos en la prensa en el periodo republicano
“No se junte tanto con esa señora, que se le ven correr los piojos por la toquilla”, alertan a la humilde costurera viuda, sin trabajo, que aún no domina los códigos en la larga cola para entrar al comedor social del Ayuntamiento de Madrid. Suelen haber tres turnos, sin bien en el que se pilla de todo y más calentito es en el primero, tras hora y media de espera. Pobres de solemnidad, hay relativamente pocos: muchos están ahí, se apresuran a justificar, por “un apurillo momentáneo”; la mayoría, por desahucios, porque el mísero salario ya no les alcanza o porque los nuevos tiempos les han convertido en prescindibles, sustituidos por máquinas… Aunque pudiera parecerlo, no es el Madrid actual sino el de marzo de 1934 y la costurera es la reportera Magda Donato, que lleva una semana infiltrada entre los más desfavorecidos para realizar En la cola de los hambrientos, serie para el pujante diario Ahora. Es uno de los más brillantes de los 25 reportajes que conforman Un país en crisis (Edhasa), aparecidos en cinco revistas y seis diarios de España entre 1929 y 1939 y que, amén de resultar una instantánea de la España republicana y sus gentes con inquietantes concomitancias con la actualidad, es también la muestra de que “la crónica periodística en España es de alto nivel en esa época, en la que ya se hace Nuevo Periodismo y de infiltración”, apunta el antólogo, el periodista y profesor de Comunicación Sergi Doria.
Con un centenar de mendigos conversará Donato, pseudónimo de Carmen María Nelken, hermana de la política feminista Margarita Nelken, que practica como muchos de sus colegas la infiltración, en especial por las miserias urbanas, técnica en la que les precedieron Jack London en La gente del abismo (1902) o George Orwell con Sin blanca en París y Londres (1933). A rebufo, el segoviano Ignacio Carral vivirá la “estrecha hermandad de la miseria”: “durmiendo a sorbos en los quicios de las puertas” y “acudiendo al cuartel a comer las sobras del rancho” deambulará por los bajos fondos madrileños, donde será colega de El Pincha, con el que correrá peligrosas experiencias para las ocho entregas de Los otros. Cómo me hice hampón, en febrero de 1930 para Estampa (200.000 ejemplares). Cuatro años después, para el mismo semanario, se junta con uno que admite que tuvo “cuneta en vez de cuna” y deambula por las carreteras desiertas de Castilla para luego escribir Soy un vagabundo y constatar que el rechazo y el maltrato une a míseros payeses con señoritos.
Si la pionera norteamericana Nelly Bly se pasó Diez días en un manicomio (1887), Josefina Carabias solo resiste una semana en el Hotel Palace de Madrid, donde quizá la primera mujer plenamente integrada en una redacción española se cuela como sirvienta para el reportaje en tres entregas Ocho días de camarera en un hotel de Madrid, para el otro gran semanario capitalino, Crónica. Escuchando tras paredes, mirando por cerraduras, leyendo correspondencia privada o consolando a jóvenes esposas engañadas, narra desde infidelidades de señores bien a las duras condiciones laborales de las camareras, siempre a punto de ser descubierta y entre rapapolvos merecidos porque no sabe ni hacer una cama o ni tan siquiera barrer y fregar bien suelo y lavabos. Un aire burlón pespuntea su prosa de fraseología corta, como la de la mayoría de sus coetáneos, todos bajo el influjo ya del cortante lenguaje radiofónico que domina la época.
Sin disfrazarse, pero en el lugar de los hechos también está Luis G. de Linares, incrustado en la compañía de Regulares que acabará con los últimos mineros revolucionarios refugiados en la leprosería de San Lázaro en Asturias, cuando la sangrienta revolución de octubre de 1934. Testigo de la salvaje represión, se sorprende de la juventud de muchos huelguistas (“son chiquillos, de 18 a 20 años”) y transmite con angustiante realismo la muerte de los caídos por disparos del ejército. “Pasa ahora la contrarrevolución, como ha pasado, días atrás, la revolución”, constata en En Oviedo, con las columnas, para Crónica.
“¡La goma!, Conde… ¡trae la goma!”, grita Ignacio Sánchez Mejías para aplicar un torniquete a la pierna por la que se le escapa la vida en agosto de 1934 al poeta-torero porque, tras la cornada, “del muslo brotó instantáneo un enorme chorro de sangre, que formó en la arena un rosetón trágico”, describe Juan Ferragut (¿el negro de Franco para Diario de una bandera?) para Mundo Gráfico, presente hasta en el lecho de muerte, tan detallista (“la mano crispada a uno de los barrotes de la cama”) que igual sirvió a Federico García Lorca para escribir poco después el poema Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías.
“Aquí se muere sin retórica”
Parapetado en el dicho de que la verdad es la gran víctima de todo conflicto bélico, Sergi Doria prescinde de cualquier crónica sobre la Guerra Civil. Pero deja apuntes posteriores. Uno por bando. Desde el fascista, la crónica del reaccionario conde Agustín de Foixá, que en La Vanguardia Española del febrero de 1939 describe su visita a la temible cheka de la calle Vallmajor de Barcelona. La pluma afilada en forma y fondo del autor del himno de Falange o del de la División Azul se despliega ya en el título (Crímenes con pedantería freudiana): "Los verdugos que sabían psicología (…), mestizos de mogol y ruso", describe a los del Servicio de Inteligencia Militar republicano y en un solo párrafo congrega a todos los demonios artísticos de los sublevados: Buñuel, Picasso, Dalí…
En El quinto día llovió en Argelès no hay sitio para el odio. Gabriel Trillas, ya desde el exilio, en la revista colombiana Mito, recuerda con sentida prosa su paso por el campo de concentración donde los franceses repartían el pan tirándolo directamente a las alambradas, y describe la dramática agonía de dos compañeros, heridos o enfermos de disentería, como el 70% de los refugiados. Y rememora, dirigiéndose al brigadista checo fallecido: "Aquí se muere sin retórica; aquí se muere de verdad".
Si Lorca pudo sacar de esa crónica la inspiración, igual hizo lo propio Luis Buñuel para su documental Las Hurdes. Tierra sin pan con la de José Ignacio de Arcelu de agosto de 1929 para Estampa. Acompañado por las fotografías de Benítez Casaux (la irrupción de las cámaras ligeras Leica facilitó que los reportajes fueran bellamente –y documentalmente—ilustrados), Arcelu se paseó por “el terrible silencio de esta tierra muerta”, donde unas 6.000 personas (“descalzas, haraposas”) sufren de miseria paupérrima y paludismo y bocio y los médicos no pueden ni hacer un censo sanitario porque la gente no sabe ni su nombre ni cuando nacieron. “Primero vivir”, exige el periodista antes que crear carreteras, escuelas o el cuartelillo de la Guardia Civil para impresionar a Alfonso XIII, que al poco debía supervisar los avances de la zona.
También es duro el testimonio (y el compromiso ideológico) de Ramon J. Sender con “esa España que trabaja y produce y pasa hambre” pero ya no tiene “ni derecho a los óleos santos” para sus muertos, como contrapone ante la discusión de los guardias de asalto que han protagonizado la masacre de Casas Viejas, uno de los cuales asegura tras la operación: “¡Claro que se devengan haberes de campaña!” Y hasta recompensa y gratificaciones exigen. El futuro autor de Réquiem por un campesino español le alcanza con dar voz al forense en el diario La Libertad en noviembre de 1933. Los agricultores muertos “tenían los balazos de frente” y presentaban “volada la bóveda craneana, como si hubieran recibido un disparo de gracia hecho a boca de jarro”.
Entre textos de Josep Pla, César González-Ruano, Agustí Calvet, Gaziel, o Ignacio Agustí, el péndulo de la vida da para entrevistas como la de Vicente Sánchez-Ocaña en Estampa (diciembre de 1929) a la hija de Rasputín justo cuando se está convirtiendo en best-seller en España Cómo maté a Rasputín, el libro del príncipe Félix Yusúpov. María Rasputín pasa por Madrid bailando danzas siberianas en un circo. De su padre dice que era “un hombrachón fuerte, tosco, abierto, jovial, efusivo”, “quizá un poco violento”, y que le mataron por envidias de poder, pero que llamaba “mamá” a la zarina y que “ese supuesto demonio no envió a Siberia ni a un solo deportado”.
En Imatges, en agosto de 1930, Rosa María Arquimbau constataba que los tiempos modernos eran contrarios a los gitanos de Barcelona. Los automóviles han hundido la compraventa de caballos y mulas; lo de esquilar perros ya no da desde que hasta se han creado peluquerías caninas en la calle Fernando y vender retales es suicida después de que grandes almacenes como Can Jorba los vendan a buen precio. 17 días después, en la misma cabecera, la veinteañera (como muchos de sus colegas de libro) Irene Polo persigue a Buster Keaton por la ciudad. No le arranca sonrisa alguna (lo tiene prohibido el cómico por contrato), pero sí constata que en una tienda le regalan, para improvisar un chapuzón en Sitges, un traje de baño por ser la estrella que es. Muchas cosas no han cambiado.
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