La incineración del señor Salvori
Es bien sabido que algunos de los mejores chistes se oyen en exequias o funerales
Dentro de la tristeza que levemente traen consigo determinadas fechas, sin ir más lejos la reciente de los Fieles Difuntos, es bastante usual que en el Grupo Jubilata se enrojezcan los ojos, aunque algunos piensen que es más por el futuro que por el pasado o también por el importado Halloween y su poca gracia; nefasto. Surgen historias relacionadas con decesos que rompen la tensión hasta llegar, incluso, a la carcajada, como lo del cura al que se le escapó el hisopo e hizo una brecha en la frente a un familiar del difunto. Es bien sabido que algunos de los mejores chistes se oyen en exequias o funerales.
Viene a cuento por lo del entierro de Salvori en su Estepona natal. Entre sus últimas voluntades estaba depositar sus cenizas allá por la Rada o en alguna playa cercana. Paqui, su viuda, a pesar de las prohibiciones municipales, se encargó de ello. Toda de negro, hasta con velo, se encaminó a puerto con la urna entre sus manos, como presidiendo su inseguro caminar, acompañada de un hermano y de dos cuñados, también ellos afligidos, pero menos, y, cosa curiosa, los tres de pantalón negro con mucho brillo y camisa blanca. Lo del luto en la manga de la camisa hace años que se abandonó. Ahora solo en ocasiones lo llevan los futbolistas en los estadios.
Es lógico que el tétrico desfile, a mediodía, despertara curiosidad. Un marinero conocido preguntó a Paqui que qué había pasado. Ella contestó, con la cara bañada en lágrimas: “¡Aquí tengo a mi Salvori, que se nos ha ido y me gustaría que nos llevaras en tu barco a echar las cenizas a la mar. Él te lo va a agradecer desde el cielo”. Y, a la pregunta sobre qué había ocurrido, añadió. “Pues ná, que le dio un pronto, hizo bufff y se fue”. El marinero, tras dar el pésame, descompuesto, se negó en redondo, excusándose en el mal bajío que le iba a entrar a él y a su barco si accedía a ello.
Menos mal que unos metros mas adelante, un joven con fuera borda se prestó gustoso a ello. Al cabo de diez minutos o así estaban en mitad de la extensa bahía. Pararon el motor y después de un padrenuestro, su viuda echó la urna entera a la mar. Pero no se hundió sino que flotando, flotando iba alejándose, justamente hacia la playa. La viuda rompe a llorar. “¡Ay mi Salvador! ¡Ay mi Salvori, que va a llegar al rebalaje, donde tanto le gustaba mojarse la piernecitas!”. Intentan arrancar el fuera borda pero nada, el motor gripado. Uno de los cuñados se queda en calzoncillos y se tira al agua para rescatar la dichosa urna. Cuando se la entrega a la viuda, esta, ya bastante nerviosa, la destapa y la sacude con fuerza, con tanto acelero que lo hace a barlovento en vez de a sotavento, de forma que todas las cenizas cayeron dentro del fuera borda y allí me tienen a los cinco con trapitos y esponjas y dos cubos con agua de mar, recogiendo las cenizas del Salvori, entre lágrimas y desesperación de los afectados y, también hay que decirlo, con carcajadas de los jubilatas oyendo el singular relato.
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