De lo ‘hipster’ a lo paleto
Sufrimos una modernidad que no transgrede un pimiento
En el siglo XIX a la burguesía europea elegante y enterada le flipaban las cosas misteriosas y exóticas procedentes del Oriente, así que artistas y mercaderes se dedicaron a imitar lo oriental de forma exagerada y bombástica para atender a esta demanda, estereotipando, de paso, lo auténtico oriental.
Igual que aquellos viajeros románticos ingleses que se introducían en la España profunda y volvían con fantásticos cuentos de bandoleros, brujas y gitanos, justo lo que sus compatriotas querían oír: lo pintoresco.
En Madrid, y por ende en España, ocurre lo mismo, mutatis mutandis, con lo moderno. Regreso de Nueva York, la cinematográfica capital donde se dictamina cómo han de ser las cosas en el resto del mundo, y he visitado los barrios hipergentrificados, hipotéticamente cool, como Greenwich Village o el SoHo, fundamentalmente dedicados ahora a la boutique pija y al restaurante bien, rendidos a la exuberancia irracional inmobiliaria. En NYC hay la más absurda riqueza y muchísima miseria.
En Brooklyn está el barrio de Williamsburg, deslumbrante faro del moderneo hipster global: qué tristeza comprobar que los restaurantes, los bares, las tiendas de segunda mano, las panaderías clónicas que invaden Malasaña, Chueca, La Latina, buena parte del centro de Barcelona, etcétera, y nos venden como vanguardia, son una copia insulsa e hipertrofiada, calcada punto por punto, pero peor, de lo williamsburgués. Igual que los orientalistas exageraban de forma un tanto ridícula lo que sus clientes querían que fuese Oriente, el moderneo patrio exagera y plastifica, en busca del mayor beneficio, lo que allí se inventa.
Hay quien llama innovación a la burda imitación. “Creo que en España se ha entendido mal lo que significacool”, me dice una vecina de allá, “aquí significa más desenfadado o relajado que moderno: no hay tanto postureo”. En Williamsburg, en efecto, no hay tanta impostura: al menos tienen la legitimidad del pionero; entre tanto hipsterismo, y desplazamiento de la población más pobre, y aumento de la desigualdad social, y revanchismo urbano, se encuentra alguna diminuta, muy diminuta, verdad, e incluso alguna ambición política al fondo de alguna librería perdida. Williamsburg no es un modelo a seguir, pero aquí ni siquiera sabemos seguirlo sin horterizarlo y turistificarlo. El hipster madrileño se parece más al Bob Esponja de la Puerta del Sol que a su ideal platónico neoyorquino.
Sufrimos una modernidad que no propone nada, que no critica nada, que no transgrede un pimiento, solo enfocada al ejercicio de la apariencia y de la compraventa. Una modernidad prosistema, aliada de las marcas y las franquicias, cómplice del negociete turístico e inmobiliario, de la destrucción de la ciudad, de la precariedad laboral. Una joven derechina avant garde, genuinamente madrileña, que ha obrado el milagroso salto del acróbata: decirse moderna y ser paleta.
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