No tiene precio
Cosas tan importantes como el respeto, la comprensión o la convivencia forman parte de las pequeñas, y agradables, frivolidades del matrimonio
Comienza el día con el sacrificio de levantarse de la cama, cada día más difícil, y es que estoy más oxidado que el candado de una Mobilette. Desayuno lo de casi siempre, las seis o siete pastillitas a ver si me libran del más que inexorable patatús, lo cual espero que tarde, más que nada para poder ver crecer a mis nietas. Inmediatamente me pongo en el ordenador, tecleo el on/off una sola vez y, ¡milagro!, aquello empieza a funcionar. Releo los titulares de los periódicos y principia lo de todos los días, la cariñosa insistencia de mi circunstancia, o sea, mi esposa, cónyuge o señora: “¿Todavía no te has duchado? ¿Para cuándo lo vas a dejar? Todas las mañanas igual, es que hay que arreglar el baño. No voy a tener toda la casa empantanada. Venga ya, aligera”. Siempre con tono comprensivo, con la santa paciencia adquirida después de tantos años; incluso harta de mi holgazanería y procrastinación ella insiste dulcemente para convencerme. “¡Pero, por favor, si luego sales la mar de aseado y guapísimo!”. No tiene precio tanta dedicación y aguante. Es una crack.
A regañadientes, me pongo a ello. Y cuando ya estoy arregladito y sentadito de nuevo frente al ordenador, haciendo tiempo para asistir a la posible reunión con el grupo de jubilatas, de nuevo la advertencia de la superior jerárquica: “¿Pero qué te has puesto? Anda, anda, quítate eso. ¿No ves cómo vas? Arréglate un poco. ¿Para qué quieres lo que te he comprado? Se va a pasar de moda. Ponte colonia. ¿Y las cremas?..., eso ni verlas, ojú, qué hombre más jartible. Tienes la piel como un lagarto. Te falta hidratarte”.
No tengo más remedio que rendirme y hacerle caso porque es que tiene razón, como casi siempre. A punto de salir, hecho un pincel, nueva llamada al orden. “Oye, oye, guapo, haz el favor de colocar las cosas en su sitio que una ya está cansada de ordenar. Mira cómo lo has dejado todo. No sé cuándo vas a aprender”. Y sigue con su tono de voz, ni agudo ni grave, sencillamente armonioso, y así, con la dulzura como bandera, lo consigue, aunque pienso que en eso del orden es más apretada que los tornillos de un submarino.
Seguramente no debí tomar conciencia de esas carencias mías en los cursillos prematrimoniales y está claro que, al cabo de cuarenta y pico años, la única forma de aprobar la asignatura del esposo obediente —máxime cuando uno ha sido un diablillo de armas tomar— se consigue así, oyéndola reiteradamente y con la esperanza de que lo siga haciendo día a día para poder aprender, y así complacer a quien con tanta resignación lleva su cruz de profesora ideal. Esas cosas tan importantes de respeto, comprensión, sumisión y obediencia al ama de casa no las enseñan en esas catequesis, aunque sí el sacramento del matrimonio. En esos cursillos prematrimoniales deberían suministrar un libro de instrucciones para esas pequeñas, y agradables, frivolidades del matrimonio.
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