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El horror en el mosaico de Miró

Mossos y guardias urbanos relatan las primeras horas vividas después del atentado en La Rambla

La policía persigue en La Boquería de Barcelona a los autores del atentado el día 17 de agosto. En vídeo, cronología de los atentados.Vídeo: Joan Sánchez | EPV

Sergi, un urbano de dos años de experiencia, atendía, un día como hoy, a unos turistas en Canaletas cuando oyó un estruendo y vio cómo una furgoneta invadía La Rambla. Dice que el conductor gritaba “como un loco” e iba tan deprisa que los neumáticos se levantaron del suelo. Fue el primer agente que avisó por radio: “'¡Atentado, atentado!”. Su compañero, Joaquín Ortiz, que estaba delante del Liceo, miró Rambla arriba y vio el vehículo en marcha, arrollando a personas que salían volando por encima del techo, una pequeña explosión y humo blanco. Sergi y otros dos agentes la habían perseguido en una carrera de impotencia que acabó súbitamente, porque se averió, en el colorido mosaico de Miró. El corazón del escenario de un crimen de 80 metros de largo en el que se dejaron la vida 14 personas y cientos de heridos.

El mosso José Almendros, Churru, del escamot 3, de la Comisaría de los Mossos, de Nou de La Rambla, estaba entonces en la Barceloneta tomando nota de una denuncia de unos jóvenes franceses víctimas de un robo. Los turistas captaron el mensaje que escupía su emisora. “Con la mirada, me dijeron”, narra, “'¡Ves, ves!”. Su compañero, Alberto Sánchez, Pesca, se montaba en la patrulla junto al sargento José González. Enfilaron el tramo central de La Rambla y frenaron para no atropellar la avalancha de gente que se les venía encima. La misma que impidió a Ortiz seguir al terrorista. Y, a partir de ahí, el horror que aún les generan sollozos, pesadillas y lágrimas.

La vida, cuenta Churru, seguía con una escalofriante naturalidad en el Paseo Colón, ajeno a la catástrofe. Alberto corrió hacia el mosaico pensando en vaciar el cargador. No llegó a ver a YounesAbouyaaqoub, el autor de la masacre. La primera imagen fue una señora sin vida empotrada en la furgoneta y un cochecito bajo las ruedas. “¡Buff! Miré deseando que no hubiera a nadie. Por suerte fue así”, dice. Abrió la puerta del copiloto y vio los pasaportes que “queríamos que encontráramos”. A esa hora, Marc Rovira, de la comisaria de l'Eixample, ya había dado un golpe de volante y se topó en la calle Pelai con taxis en contra dirección. Posiblemente,Abouyaaqoub ya había huido por La Boqueria. Los camareros del quiosco Universal ya estaban escondidos en el sótano y Mònica Trias, una quiosquera, refugiada en una farmacia. La misma escena se repitió en decenas de locales. Ada Colau salía corriendo de su casa rural pitando para Barcelona.

El centro se convirtió en una estampida y la tragedia se petrificó en el mosaico. El meandro de La Rambla se estrecha justo ahí y encima tiene quioscos a ambos lados. Uno no ha vuelto a abrir. Mossos y urbanos admiten que se olvidaron el modo policía y pasaron a socorrer a los heridos. Muchas de sus armas acabaron manchadas de sangre. No se pudo seguir el protocolo que recomienda que nadie se acercara a menos de 200 metros. “Un mando me dijo que la furgoneta estaba limpia”, admite el sargento. "No lo dije a los agentes para no bajar la tensión y porque tampoco sabía si había más explosivos en papeleras, por ejemplo”. La realidad, dicen, era la que era. "¿Cómo no ayudar a alguien que te estira del pantalón con una pierna rota?", alega el urbano Ortiz.

Alberto hizo un primer recuento: una decena de fallecidos. “Lo más duro fue el triaje y ver a quién podías ayudar y a quien no", dice aludiendo a la escena de un chico que se quedó junto a su padre ya sin vida. Había cientos de personas. Se necesitaban muchas ambulancias. No era fácil porque quedaron coches abandonados en La Rambla y algunos, con matrícula española, tuvieron que sacarlos a pulso. Los franceses sí dejaron las llaves. Un taxi se quedó tal cual: su taxímetro marcaba por la noche 1.700 euros.

Marc vivía un momento crítico en Canaletas. Un chico oriental, no sabe si chino o coreano, escapó del bar Aromas de Estambul, diciendo que dentro había tres árabes con armas largas. La persiana estaba echada. El dueño, desde dentro, lo negó pero no podían darle credibilidad por si estaba amenazado. "Hubo una tensión muy, muy extrema", recuerda Marc. Los GEOS de los Mossos rodeando el local y, parapetados y armados, obligaron a los clientes a salir del local con las manos en alto y dejando el móvil en el suelo. Algunos eran musulmanes.

No solo se equivocó el turista oriental. El sargento cuenta que el supuesto tiroteo de El Corte Inglés era el desplome de una estantería ni tampoco hubo un francotirador con un turbante en los tejados. Era un trabajador. El mosaico se desalojó entonces unos minutos y policías y médicos fueron confinados en los soportales del Liceu. Alberto se quedó solo parapetado tras de una ambulancia. No le dio tiempo llegar al teatro. Pero no lo recuerda: “Me lo explicó una compañera. Me dijo: ‘Te juro que eras tú’”. Los urbanos, pistola en mano, evacuaron La Boqueria y sus peinaron sus pasillos por donde el terrorista huyó caminando.

Un mosso sufrió un shock al ver a un niño herido. José Almendros ayudaba entonces a reagrupar a una pareja francesa, con sus hijos desperdigados, recluida en un portal de la calle de Sant Pau. Renaud, el padre, que sobrevivió, estaba grave. “Un señor de Israel, que no encontraba a su mujer y su hija, recogió a uno de los niños y me dijo lo cuidaría. Que no me preocupara, que en su país están acostumbrados a esas situaciones de guerra'", explica con la voz rota. Cuando reagruparon a la familia, envió al turista israelí al hotel. “De un estanco, salió una mujer que dijo ser de ese país. Le dije que su marido estaba bien. Lloró, me dio las gracias y me abrazó”.

Durante la tarde, los mossos trasladaron a los heridos menos graves. Las ambulancias no daban abasto. Alberto hizo una docena de viajes al hospital del Mar o al CAP Pere Camps. Después, ayudaron a evacuar las tiendas, previo registro por si el terrorista estaba dentro, y escoltaron a la gente fuera de La Rambla. Los testigos que habían visto algo eran conducidos hasta el centro de operaciones, habilitado en l’Esfera para declarar. “Cuando subíamos las persianas y veían que éramos policías, parecían que veían Dioses. Es la única que vez que dices: ‘Manos arriba’ y te hacen caso”, explica. “A los niños, les acariciábamos la cabeza y les decíamos que no hacía falta”, añade Churru.

A las 20.00, Albert y Marc, amigos y compañeros de promoción, coincidieron. Una mirada, un abrazo y llanto. “A esa hora ya nos podíamos permitir ese lujo”, dicen. Luego les tocó luego, relata el sargento, balizar y proteger el largo “escenario de un crimen”. Un decorado vacío y en silencio. Lo mejor, coinciden, la reacción de la gente. El Hard Rock les brindó café, pastas y agua y pakistaníes cajas de agua y fruta. O ver como compañeros se incorporaron sin preguntar: uno voló desde Granada y otro regresó desde Soria. La sensación de que el cuerpo se graduó. Y lo peor, vivir con un recuerdo que pesa como una losa. Alberto esperó a este julio a oír el mensaje que aquel día envío a su familia diciendo que estaba bien y Churru llora cuando recuerda que una mossa de Rubí le explicó que el padre de Xavi, el niño fallecido, les llevó un cochecito de policía de su hijo. El juguete sigue allí. Muchos urbanos han recibido asistencia psicológica. Los mossos, menos. Sus familias, convienen, son las que sobre todo sufren. “La gente a veces cree que ser policía es de 5.30 a 14.30 es una escenificación y un disfraz que se queda allí. Y no es cierto”, dice el sargento alusión al horror vivido en el mosaico. “Te lo llevas a casa”.

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