Piano entre los claustros del monasterio
Laura Sierra y Miguel Tévar evocan en San Lorenzo la vivaz música del Maestro Alonso
El ocaso es una fase del día especialmente apta para la receptividad. Máxime, si se trata de una jornada estival, cuando, tras abandonar el Sol la escena, la canícula se templa y la serenidad toma aposento suave en los ánimos de las gentes. Por eso, el III Ciclo de Piano en los Reales Sitios, dentro del XII Festival de Música al Atardecer, que organiza Patrimonio Nacional, se acredita este verano con un amplio y ambicioso programa. En él han descollado este sábado dos pianistas, Laura Sierra y Manuel Tévar, cuyas manos, desde las teclas de un Yamaha, han tapizado y acariciado los muros del monasterio de San Lorenzo de El Escorial con música del Maestro Alonso (1887-1948).
Granadino estrechamente vinculado a Madrid, y más precisamente a El Escorial, donde compuso buena parte de sus obras, supo impregnar su música desde la hondura andaluza, salpimentada con el alma vienesa del chotis chispeante y el lirismo teatral de la zarzuela, con aquellas felices mixturas que impregnaron la composición musical en el arranque del siglo XX, en la estela del tránsito del XIX a la centuria siguiente.
Sierra y Tévar, que figuran bajo el acrónimo Iberian&Klavier, eligieron un cuidado repertorio donde la polisemia del lenguaje musical del Maestro destellaba por la riqueza de su versatilidad y el talento sobre el que halló su asiento. Se adentraron en el concierto mediante una Barcarola llena de suavidad y encanto, para proseguir con una Danza Gitana de alternantes graves y agudos signados por la pasión más honda y encarar después unas Noches de la Alhambra, donde el agua de las fuentes cristalinas de los alcázares nazaríes parecía brotar de las teclas del piano bañadas por la luz del atardecer, bajo el amparo de la cumbre nevada del Mulhacén. Con su Guajiras animaron la velada por su inconfundible ritmo 2/2/1 que invita al zapateado, culminado con un rotundo stacatto.
Al poco, con María Luisa, surgió el fraseo chulapón del chotis, donde los ecos de la música finisecular vienesa se aprecian tanto como en la pieza siguiente, Rosita, donde el vals acompañaba la prosa galante y las espirales de los crescendos que generan la sensación de ascender sobre los escalonados peldaños de una rampa tan bella como etérea. Todas estas sensaciones fueron brindadas por ambos pianistas, cuya compenetración se mezclaba alternativamente con una complementariedad que dotada de maestría y perfección a su hechura, en un escenario como el Patio de Carruajes del monasterio escurialense. Su sonoridad, perfecta, permitió a los numerosos asistentes deleitarse con el Ecoutez-moi, interpretado por Laura Sierra en solitario, o con el impecable driblado a cuatro manos de una Marcha mora de duro y grave marcado, con justificadas pretensiones sinfónicas. Los redobles iniciales, evocadores del género de la polca, de la pieza Pólvora sin humo, con sus aires parisienses, seguida por Mi adiós a Granada —nostálgico nocturno convertido en monólogo de notas graves menores, interpretada por Manuel Tévar—, precedieron a la Nana murciana, en que los dos pianistas rubricaron con la alegría de esta suerte de jotilla un concierto memorable por su perfecta factura, su relato polícromo y su potente estro evocador de uno de los músicos andaluces que permanecen en el umbral de la perennidad.
El público demandó varios bises al dúo actuante, que regaló el Mayte, también del maestro Alonso, la Malagueña, de Lecuona, y una versión absoluta, apasionada y gratamente personal de Laura Sierra y Miguel Tévar del inolvidable Moon River, compuesta en 1961 por Henry Mancini: tres regalos que levantaron a los asistentes de sus asientos y coronaron una velada de música y receptividad plena.
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