Se ha roto el frente
La democracia parlamentaria, el Estado de derecho y la división de poderes salen reforzados y prestigiados de la moción de censura
El frente del 155 se ha roto. Por el lado de quienes lo votaron en el Senado y por el lado de quienes lo convirtieron en una especie de estigma democrático. Ha quedado obsoleto el lazo amarillo, inventado para dividir a la sociedad catalana entre quienes lo apoyaban y se sentían ofendidos y quienes con su oposición exhibían su sufrimiento. Son diputados con el lazo amarillo los que han convertido en presidente del Gobierno al líder de uno de los tres partidos responsable de su aplicación.
En conformidad con la rigidez del frente, los nacionalistas habían dejado de contar en el Congreso y en el Senado. Durante seis largos años, desde que Artur Mas se lanzó de cabeza hacia lo desconocido, la vida política española se hacía sin catalanes y crecían las tentaciones de hacerla contra los catalanes. El frente se ha roto cuando su voz se ha vuelto a oír e incluso a escuchar y sus votos han vuelto a contar.
Los intransigentes, la CUP, la ANC, Puigdemont y sus acólitos, cotizan a la baja y suben en cambio los herederos auténticos de Convergència, Campuzano, Pascal, Xuclà, o los posibilistas de Esquerra como Tardà, que son los que han trenzado el acuerdo parlamentario. Hay una depreciación acelerada de los argumentos radicales, especialmente de puertas afuera. ¿Alguien puede defender seriamente que la España constitucional de hoy es como la Turquía autoritaria de Erdogan?
Si la solidez de la mayoría socialista y del gobierno en ciernes es una cuestión de controversia legítima, no lo es el funcionamiento de la democracia parlamentaria, de la división de poderes y del Estado de derecho. Hablar de franquismo o de autoritarismo es una broma metafórica que no resiste el contraste con la realidad.
Después de esta moción de censura, desencadenada por una sentencia judicial sobre un caso de corrupción oceánica del partido del Gobierno, el Reino de España se ha revelado, al contrario de lo que pretenden sus denigradores, como una de las democracias más exigentes y ejemplares de este mundo ciertamente tan pobre en cuanto a cantidad y calidad de la democracia. La mayor ironía del caso la han proporcionado los turiferarios del inmovilismo, cuando han echado mano de los argumentos de los populistas para defenderse de la moción de censura, de la sentencia y de la condena de la opinión pública.
Calificar de golpe de mano antidemocrático a la moción que ha derribado a Rajoy, pretender que las urnas lavan a los partidos de sus pecados de corrupción o descalificar a los jueces cuando sus sentencias no convienen no es propio de un partido que dice defender el Estado de derecho, la división de poderes y, sobre todo, la democracia parlamentaria frente a la democracia directa o plebiscitaria. Esos argumentos han aparecido en la prensa más ardientemente inmovilista y en boca de los más destacados dirigentes populares, Rajoy, Cospedal y Hernando, como si se tratara de unos vulgares dirigentes independentistas o podemitas, propensos a ridiculizar la independencia judicial y la división de poderes.
En resumen, pierden fuelle las fuerzas de la radicalización, de uno y otro lado. El mayor perdedor es el PP, responsable máximo de la corrupción y de la gestión política, o más bien apolítica o sin política, del conflicto catalán. El reto que tiene ante sí es descomunal: hundido en la oposición sin claridad alguna respecto a su liderazgo y a su futuro, y superados por Ciudadanos en la subasta nacionalista española. El independentismo radical tampoco sale bien parado: sus argumentos internacionales, los ensueños legitimistas, las pretensiones restauradoras y las fantasías republicanas, basados en el dibujo deformado de una España intolerante y regresiva, han recibido con la moción de censura un jarro de agua fría auto suministrado.
No hace falta esperar al Gobierno, a sus primeras decisiones equivocadas, sus inevitables declaraciones desafortunadas o a los rasguños iniciales entre los socios de la coalición heteróclita que ha llevado a Sánchez a La Moncloa. El éxito ya se ha producido en la revalidación institucional de la democracia y ahora solo hace falta consolidarlo cuando lleguen pruebas quizás de mayor dificultad que la sentencia de la Gürtel, como serán los juicios al secesionismo.
La moción de censura ha producido también un súbito fenómeno atmosférico. De pronto el clima ha mejorado. Se ha destensado el ambiente crecientemente crispado desde las desgraciadas sesiones parlamentarias de la desconexión legal del 6 y 8 de setiembre. Por primera vez en muchos años, desde 2010 probablemente, este es el primer acontecimiento político que no echa leña al fuego de la tensión ni contribuye a la división. También por primera vez se han hecho visibles e influyentes, decisivas incluso, las fuerzas que trabajan por el consenso en vez del disenso, por unir en vez de separar.
El frente se está rompiendo y el 155 ha decaído. La trabazón entre acontecimientos es mayor de lo que parece. Torra cede y nombra consejeros viables. El PNV, tan atento al 155, da sus votos a Sánchez después de dárselos a Rajoy para el presupuesto. Puigdemont da luz verde, a sabiendas de que declina su estrella y se oscurece su futuro. El presidente Torra se muestra favorable a la reforma del Estatut que propone el Cercle d’Economia. Nadie sabe qué significa hacer república. Falta muy poco para que la Tercera Cataluña, la única válida —ni independencia ni sumisión—, ocupe de nuevo el espacio central que el conjunto del catalanismo jamás debió abandonar.
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