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De rusos y otros eslavos

La Sinfónica de Galicia y Slobodeniouk acompañan a Ivo Pogorelich en Rajmáninov y hacen una excelente versión de la ‘Cuarta’ de Chaikovski

Slobodeniouk y Pogorelich en la prueba de sonido del concerto de ayer en el Auditorio Nacional de Madrid.
Slobodeniouk y Pogorelich en la prueba de sonido del concerto de ayer en el Auditorio Nacional de Madrid.OSG

La Orquesta Sinfónica de Galicia está celebrando una gira de tres conciertos en A Coruña, Madrid y Alicante, dirigida por su titular Dima Slobodeniouk y acompañando al pianista Ivo Pogorelich. En programa, el Concierto nº dos para piano y orquesta en do menor, op. 10 de Serguéi Rajmáninov y la Sinfonía nº 4 en fa menor, op. 36 de Píotr Ílich Chaikovski.

Ivo Pogorelich es un valor seguro por su capacidad de atraer público a las salas de concierto tanto por su inmenso talento interpretativo como por su peculiar carácter y sus inicios mediáticos. Su salto a la fama fue realmente extraño: se le conoció internacionalmente por el escándalo que supuso su eliminación del Concurso Internacional Chopin de Varsovia en 1980. Desde entonces la controversia le sigue como una sombra por donde quiera que actúa.

No podía ser de otra forma en el concierto del miércoles en el Palacio de la Ópera de A Coruña; incluso desde antes del comienzo de su actuación, cuando calentaba en el escenario vestido con una especie de chándal y un gorro de marinero y volviendo a él cuando ya habían pasado más de diez minutos de la hora de comienzo del concierto.

En sus escasas declaraciones a los medios, de los que huye como de la peste, Pogorelich suele decir que cada vez que lee una obra siempre encuentra algo diferente, por muchas veces que la haya interpretado, y trata de plasmarlo con el piano. Algo que puede ser un martirio para quienes tocan con él, como sucedió durante los ensayos con la Sinfónica y que solo el mucho y buen oficio de músicos y director convirtieron en música dotada de una cierta unidad durante el concierto del miércoles.

Las notas iniciales del piano en el Concierto nº 2 de Rajmáninov tuvieron un impactante sonido, como surgido de una caverna, para convertirse en esa breve introducción instrumental antes de la entrada de la orquesta en el sonido del puro misterio. Tuvieron idónea respuesta en la fuerza y calidez aterciopelada del sonido de la cuerda. En su motivo de siete notas antes del segundo tema del piano, la sección de violas dio un toque de color que pareció sugerir el olor de una madera bien curada.

A los pocos minutos de iniciada la obra el Stenway de la Sinfónica ya había tenido ocasión de probar dos cosas: la primera es que, como dicen los cuadros de clasificación de instrumentos, es uno de cuerda percutida (y de qué manera, en manos de Pogorelich); la segunda, derivada de lo dicho en el paréntesis, la robustez de su construcción. Mientras, Pogorelich siguió cambiando tempos, texturas y dinámicas de forma que llamaríamos caprichosa de no ser obra del genio de Belgrado. Bueno, y siéndolo: porque hacer que solo se oiga la nota más aguda en los preciosos arpegios que suenan (normalmente) al final del Moderato inicial no deja de ser un antojo más que una opción interpretativa.

La introducción orquestal del Adagio sostenuto y los solos de la flauta de María José Ortuño y el clarinete de Juan Ferrer fueron lo más acorde con una versión conocida del concierto del autor y pianista ruso. Las notas del piano fueron siempre duramente atacadas por el solista, como si cada una fuera la última que iba a tocar en su vida. Su ejecución fue limpísima en todo momento y la cadenza, fluctuó de terrible a leve según un código muy personal del intérprete serbio. La nota final del piano y el silencio que la siguió tuvieron una infinita y sentidísima duración.

Del tercer movimiento, Allegro scherzando, hay que destacar el sonido de la orquesta y la inmensa capacidad de Pogorelich para reinventar cada nota de la música que toca e incluso a sí mismo. Y así, en la repetición de un tema es capaz de hacerlo casi irreconocible por la acentuación mucho más marcada de las notas a contratiempo. O de acelerar de forma incomprensible el tema en arpegios descendentes sobre las notas pedal de las cuerdas en el registro grave que, normalmente, suele sonar como flotando levemente en el ámbito del auditorio donde se toque..

Desde luego, si hay algo injusto sería decir que Pogorelich no siente lo que toca. El problema es que probablemente ni él mismo sabe lo que va a sentir tres notas después de la que está percutiendo o susurrando en cada momento.

La segunda parte del concierto con la Cuarta de Chaikovski devolvió al público del Palacio de la Ópera a la realidad más habitual de la Orquesta Sinfónica de Galicia. El brillo solar de los metales a su inicio, especialmente de la sección de trompas, puso el marco a la profundidad de las cuerdas de la Sinfónica en el canto de su primer tema. A partir de ahí todo el pathos de la obra encontró su sitio y su momento en una versión verdaderamente de referencia de la obra.

Slobodeniouk la hizo sonar con todo el carácter ruso que le negaban a Chaikovski sus contemporáneos del llamado Grupo de los Cinco, con Cesar Cui a la cabeza. El titular de la OSG supo desarrollar a la perfección el vaivén de sentimientos entre sus momentos de alegría y el sentimiento trágico que domina la primera de las tres sinfonías “patéticas” del autor ruso.

Destacaron así los unísonos de expresividad rayana en el histrionismo; la llamada trágica de los metales y sus dramáticas interrupciones de momentos más plácidos, subrayadas estas por los timbales de José Belmonte (impresionante la enorme sutileza de este en sus pianísimos) ; la nostalgia y profundidad de los solistas en sus intervenciones –el oboe de Casey Hill, la trompa de David Bushnell, el clarinete de Juan Ferrer, la flauta de Claudia Walker Moore, el piccolo de Juan Ibáñez o el fagot de Steve Harrsiwangler-. Y siempre la ya mencionada profundidad de las cuerdas, el color de las maderas y la redondez de los metales.

Y un último detalle en el contraste de la ligereza del pizzicato del tercer movimiento con el dramatismo literalmente espeluznante del Allegro con fuoco final, separados exactamente por una respiración. Justo la que se precisa antes de tanto sentimiento para no perecer ahogado por él. También la que no hicieron quienes comenzaron a aplaudir apenas un nanosegundo después del último acorde.

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