Rivero y Colina
El autor evoca el concierto de "dos genios izados a las cuerdas de un contrabajo que resucita cualquier corazón y un piano que parecía electrocardiograma o sismógrafo"
Andaban sueltos los duendes, allá por donde el Manzanares, allí donde se vuelve entrañable el ensayo de río que evocaba Quevedo y a unos pasos de la capilla del Sordo, sentado como todo un Goya en bronce para de pronto ponerse a bailar en medio de la noche. Se inauguraba un pequeño templo llamado Patanegra y el ingenio incansable de un duende o dueño tuvo a bien convocar a José Rivero y Javier Colina para recordarnos que el piano a solas con un contrabajo se convierten en una instantánea unidad de cuidados intensivos. Dos genios izados a las cuerdas de un contrabajo que resucita cualquier corazón y un piano que parecía electrocardiograma o sismógrafo. Entre la improvisación y la contradanza, entre el silencio y la descarga de notas en taquicardia, la noche se volvió Caribe y no había un solo comensal con los pies quietos, sin sonrisa en la cara y un aroma de sana melancolía.
Ha tiempo que todo lo que toca Pepe Rivero lo vuelve oro sobre Steinway y las teclas de simulado marfil se vuelven la escalera al cielo que soñaban los ancestros: es capaz de insinuar una melodía envuelta en un tumbao hipnótico y luego enredarlo todo en un remolino de recuerdos clásicos, como si Chopin se soltara el pelo en La Habana y lo que podría ser no más que una mazurca se convierte en un bolero sensual. Ha tiempo que Javier Colina debió ser declarado Patrimonio de la Humanidad, mucho más allá de la sincronía que estableció con Bebo Valdés, sus diecisiete dedos de la mano derecha y sus catorce yemas en la izquierda hacen llorar o reír al más grande los violines, ese violonchelo obeso que se llama contrabajo y que él domina para rima de su apellido con arco o sin él; cuando es con arco, parece que llora toda canción y cuando es con las huellas digitales no hay tempo que se quede quieto, entreverando —Colina y Rivero, Rivero y Colina— el Son de la Loma con Manisero, y el negrito se duerme soñando que no está tan lejos Madrid del corazón del mundo que canta a coro los pétalos de un lindo capullito de alelí o el mantra que nos mantiene a todos boquiabiertos, con esperanza renovada por culpa de un pequeño santuario de música que recién se estrena a la vera de un río en pleno Madrid de todos los tiempos para abono de una utopía palpable donde cada nota parece cantar que sí es posible la amistad a primera vista, la callada sonrisa de la empatía y la serena felicidad fugaz de la música que brota cada vez que se juntan como milagro el piano de Rivero y el bajo de Colina para insistir que todo, absolutamente todo, nos dice Quizás.
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