Noël Burch, militante del cine
Teórico y documentalista, de 86 años, reivindica el campo abierto por el feminismo
En la Filmoteca de Catalunya no solo proyectan películas, sus responsables también se cuidan de que pasen cosas. No hay semana sin que una sesión no esté acompañada por el autor de la obra, un debate o, eso ya es más excepcional, un recital de pansori coreano. Hace unos días, tuvieron como invitado a Noël Burch (86 años), un reputado teórico del cine que emigró de su San Francisco natal a Francia donde ha desplegado una notoria actividad. Si algo es muy reseñable de Burch es que cuestiona sus propias ideas. Sus primeros textos demuestran una primordial preocupación por los aspectos formales, interés sobre el que renuncia en los años ochenta para centrar sus análisis en el contenido, la ideología de los filmes. Un cambio que ilustra cuando fue a ver una película de Straub-Huillet, pareja reverenciada por cierto vanguardismo, y tuvo que salir a los veinte minutos totalmente aburrido. “Ahora me interesa como se representa el mundo, el contenido, y particularmente el campo abierto por el feminismo”. Cuando le planteas que quizás no es tan fácil separar forma y contenido y revives aquella famosa frase de Rivette cocinada por Godard –“un trávelin es una cuestión de moral”- hace un gesto de cansancio. Para Burch, el imperio de la semiótica de los años ochenta del siglo pasado puede seguir interesando en la academia, pero es un interés que ha abandonado.
Crítico en Cahiers de Cinema, en los años noventa cuestionó la llamada política de autor que predicaron desde aquella revista gente como François Truffaut y que ponía el foco en el director del filme, tratado como el verdadero artista aunque fuera un asalariado de Hollywood (Ford, Hawks…). En la Filmoteca, Burch sostuvo que el cine de autor inventado en Francia –aunque entendiéndolo ahora básicamente como un cine elitista, rebuscado- ha hecho mucho daño en cinematografías del tercer mundo que en lugar de explicar lo que pasa se han dedicado al esoterismo artístico.
Burch va poco a ver películas de lo que él llama “el centro”, diríamos que el núcleo industrial. Más que nada para no molestar al resto de espectadores cuando necesita largarse de la sala en plena proyección, hastiado. Ahora le interesan los filmes realizados por mujeres –“me interesan mucho más que los hechos por hombres”-, que procedan de la periferia industrial –Palestina, Irán...- y, en particular, “aquellos filmes que hay necesidad de hacer,”. “Muchas películas no sabes nunca por qué se han hecho y la industria a lo que se dedica es a ocupar horas de televisión”. Marxista persistente siente “un profundo desprecio por la gran industria”.
Muchas películas no sabes nunca por qué se han hecho y la industria a lo que se dedica es a ocupar horas de televisión
Bruch presentó en la filmoteca dos trabajos suyos. Un documental sobre la caza de brujas en Estados Unidos y una serie de seis capítulos sobre el cine mudo de las primeras décadas del siglo pasado de países como Alemania, Francia, Dinamarca, Reino Unido, Estados Unidos y la Unión Soviética. Una serie de los años ochenta que solo puede verse en recintos académicos porque está secuestrada por absurdos litigios de propiedad sobre algunas películas cuyos fragmentos se muestran en la misma. El título británico es La revolución silenciosa: qué significan esos viejos filmes, aunque él prefiere El tragaluz del infinito que es también el título de uno de sus principales libros. Una serie que, explica con una matizada ironía, Godard considera que es la mejor sobre la historia del cine… “después de la suya”. Claro.
La serie se construye exclusivamente con una antología de fragmentos de películas de la época, piezas que no frecuentan otras compilaciones más rutinarias porque Burch ha visto todo el cine mudo que ha podido y que ha sobrevivido a la destrucción por culpa del nitrato o de los propios estudios que, con la llegada del sonoro, trataron como algo perfectamente desechable las reliquias del período silente. A partir de ahí organiza un relato en el que reaparecen temas como qué mensajes se ofrecían; los límites del decoro, la censura y la excepción danesa, de mayor relajación moral, o el tratamiento de la bebida, particularmente del vino, como símbolo de fiesta o de todo lo contrario: de deterioro personal, anestésico de los pobres. Un cine que en los chiringuitos ambulantes era muy distinto del que se estrenaba en nuevos teatros donde incluso ya tenía la pretensión de ser arte.
El documental sobre la caza de brujas en Hollywood -Red Hollywood-, realizado con Thom Andersen, vuelve a sostenerse en una riquísima antología de fragmentos, particularmente el cine que comunistas y compañeros de viaje del Hollywood de los años treinta y cuarenta rodaron. Películas como Bloqueo, de William Dieterle y escrita por John Howard Lawson, líder del PC norteamericano que terminó en la cárcel. El filme, sobre la guerra civil española, muestra un pueblo republicano hambriento, asediado por las tropas franquistas. Y termina con una arenga de Henry Fonda: “esto no es una guerra común entre soldados, es una matanza de inocentes. ¿Por qué no la detiene este mundo, donde está la conciencia de este mundo?”. Un suplicatorio de 1938 que, obviamente, no sirvió de nada. Para Burch, el Comité de Actividades Antinorteamericanas que investigó la infiltración comunista en Hollywood fue puro teatro porque el FBI tenía un sabueso en el partido, nada menos que quien renovaba los carnés de la militancia, y sabía exactamente quién era quién.
Burch subraya que la mayoría de filmes de izquierdas que se consiguió estrenar en aquella época eran de serie B, de bajo presupuesto, simples complementos de programas dobles, que las majors prácticamente ignoraban. Lo que el comité quería “era provocar ruido sobre una supuesta subversión comunista. Lo que sí consiguieron fue desmantelar la izquierda obrera”. Una izquierda, según Burch, que sigue desecha en Estados Unidos. Hay otras izquierdas –feminista, afroamericana…-, pero de la obrera ni se habla.
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