Cuando la escuela es mi casa
Los 46 colegios rurales valencianos compensan la escasez de alumnos con la atención individualizada y la cercanía al docente
En las escuelas rurales, el número marca la diferencia y activa toda una maquinaria educativa con la que estas bases de aprendizaje mínimas –por tamaño- rebaten prejuicios y equilibran distancias, incluidas las digitales, con sus homólogas urbanas. Cuarenta y seis Colegios Rurales Agrupados (CRA) con 900 docentes al frente (de los más de 63.200 este curso) salpican la geografía de la Comunidad Valenciana. Sus 141 aularios se abren a diario a 5.470 escolares: 1.586 en Infantil y 3.884 en Primaria. El 62% en Valencia, el 28% en Castellón y el 10% en Alicante.
Suponen el 1,5% del alumnado valenciano en esta etapa educativa. Porcentajes de mínimos con los que, sin embargo, la escuela rural aspira a resultados de máximos. Como si de la famosa aldea gala de Astérix se tratase, la escuela rural resiste. Le planta cara a los números y explota sus ventajas: las que se derivan de la atención individualizada y la cercanía al docente que permiten sus peculiares ratios, las posibilidades que abre el entorno rural que las envuelve y la sensación de sentirse como en casa.
Fanzara (Castellón). 280 habitantes. Su aulario pertenece al CRA Espadà-Millars –que integra a las localidades de Sueras, Tales y Ludiente- y acoge a doce escolares, distribuidos en las dos aulas multinivel del colegio. Una para Infantil, con Alba, Alexia y Júlia (5 años) y Laia, de 4. Y otra para Primaria, con ocho escolares de cuatro niveles distintos. Estos últimos se dividen en dos grupos, separados por medio metro de distancia. En uno, los mayores: Héctor y Míriam –de sexto- y Pablo, de quinto. Al lado, Rober, Dani, Izan y Rodrigo –de cuarto- y Marc, de tercero. “Sólo tenemos un alumno en tercero y otro en cuarto, pero se unen a los de un curso superior para que interactúen”, explica su tutora, Cristina Alcón, con nueve años de trayectoria en el centro.
“La escuela rural no es más ni menos. Simplemente diferente”, avanza por su parte Sonia Barriel, tutora de Infantil en Fanzara. Es su segundo año en el pueblo. Destaca el “ambiente familiar” que impera en un CRA, donde el docente “es una figura mucho más cercana, hay menos distancias”. Es el plus frente a la mayor desventaja que atisba: la dificultad de socialización, “pero no por falta de voluntad, simplemente por una cuestión de números”, indica.
“Quizás, de todo, destacaría la felicidad que da el colegio rural: los alumnos me dicen muchas veces que es estar como en casa, y eso es satisfactorio. Es una ventaja estar aquí. Puedes observar mucho y ayudarles individualmente”, asevera Alcón. Esa familiaridad se palpa en las conversaciones entre los escolares y la tutora. Como cuando Héctor tose mostrando un incipiente resfriado y ésta le recuerda que el día anterior “no se puso la chaqueta en el patio”. O como cuando, preguntados por su temor a que el colegio cierre si un día se queda sin niños, respondan de inmediato que no les gustaría porque “entonces Cristina se quedaría sin trabajo”.
Todo en este colegio está medido. Planificado. Es básico en la programación multinivel de cualquier CRA, apunta Alcón, que responde así a otro de los prejuicios que apuntan a una menor carga de trabajo del profesorado rural. “Todo lo contrario”. Los 50 minutos de explicación de cada clase se comparten entre los cuatro cursos, “sin perder de vista el nivel de cada uno y con exigencias diferentes de evaluar”. Exprimirlos es la clave. Mientras unos atienden, los otros trabajan. “Hay que medir el tiempo, saber lo que va a hacer cada uno en ese margen; implica mucha organización”, insiste.
Lo que puede parecer una desventaja para el aprendizaje, se encarga de rebatirlo de inmediato Míriam, de sexto: “No nos liamos para nada, al contrario, si Cristina explica a los de cuarto, nos sirve para repasar, y si es al revés ellos –los de cuarto- avanzan”. Para la docente, esta forma de enseñar estimula el aprendizaje. También contribuye el entorno, que acentúa un tipo de conocimiento que se puede palpar, respirar. Poder dar una clase de ciencias en el río Millars, en plena Serra d’Espadà –a pocos minutos caminando- no está al alcance de todos. Es algo que también permite la ratio, como la capacidad de atender la diversidad que tienen los CRA o la libertad a la hora de establecer pedagogías alternativas. En Fanzara los libros de texto se sustituyen por material específico, tertulias literarias ligadas a las comunidades de aprendizaje –que fomentan un proyecto educativo cooperativo- o talleres de la técnica Freinet, que empodera al estudiantado como constructor de su propio conocimiento.
En la dinámica formativa de los CRA, la implicación del alumnado gana peso. En esta clase de Fanzara se fomenta el trabajo en grupo y se asignan responsabilidades rotatorias a la hora de realizar las tareas académicas. “Uno hace de monitor y coordina la actividad; otro se encarga de la revisión ortográfica; y otro controla el tiempo”, explican los escolares.
Los informes oficiales sobre educación, aun con la disconformidad que genera en parte de la comunidad catalogar a los colegios “sin tener en cuenta que el rendimiento académico es multifactorial”, corroboran que la escuela rural no está en inferioridad de condiciones. Castilla y León, la comunidad con más centros en el medio rural (más de la mitad de escolares estudian en ellos) arrasó en el último informe PISA (2015). Ocupa el séptimo lugar en la clasificación mundial y se codea con Canadá o Finlandia.
En recursos, las diferencias entre escuela rural y urbana son casi inexistentes. El aula de Primaria de Fanzara tiene pizarra digital y casi un ordenador por alumno. “En el ámbito de la tecnología estamos súper bien, nos ha costado, pero lo hemos conseguido. Llevo aquí nueve años y hasta hace cuatro o cinco no teníamos internet”. La plantilla de profesorado es la misma que en la ciudad, con la salvedad de que en este caso los seis especialistas y docentes itinerantes de Educación Física, Inglés, Música, Religión, Pedagogía Terapéutica y Audición y Lenguaje no recorren pasillos para dar clase, sino carreteras. Las que transitan a diario entre las cuatro poblaciones de este CRA. También los servicios son los mismos: hay comedor, “con Loli, la monitora, que es una más”, gritan los pequeños; y clases extraescolares ligadas a la jornada continua que ha estrenado el centro este año.
En el ámbito rural la Consejería de Educación ha implantado este curso dos escuelas infantiles gratuitas para niños de 2 años en Benlloch (Castellón) y Bugarra (Valencia), junto a las que funcionan ya en las localidades castellonenses de Benassal, Llucena, Albocàsser y Vilafamés; y las tres de Valencia (Fortaleny, Riola y Barx).
En junio, Míriam y Héctor terminan el colegio y dejan Fanzara. El próximo curso lo iniciarán en el instituto de Onda, una localidad próxima de casi 25.000 habitantes. “No tengo muchas ganas, allí hay mucha gente”, sostiene Héctor. El salto de un colegio de 12 estudiantes a un centro de 1.500 no es fácil, reconoce la tutora. Pero es cuestión de tiempo. En lo académico, la dificultad de adaptación a un sistema nuevo no es mayor que la que tienen otros alumnos de sexto de un colegio urbano cuando pasan a Secundaria. “Salen preparados, y hasta la fecha nadie nos ha trasladado lo contrario. Tienen los mismos recursos y herramientas”, señala. El mejor aval es que, una vez en el instituto, “nadie hace distinciones entre el alumnado de una escuela rural del de una urbana, y eso muestra que el equilibrio existe”. Que la escuela rural no es ni más ni menos. Simplemente, diferente.
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