Los libros, la vida... Almudena Grandes
La autora de ‘Las edades de Lulú’ abre con el pregón los actos de Sant Jordi en Barcelona


En el gran libro consistorial de firmas de Sant Jordi, donde dedican los escritores del pregón de la Diada, parece inevitable aquello de “un gran honor”, o “una gran alegría”. Pero quizá sólo Almudena Grandes podía fulminar ese formalismo (que cumplió), con una enumeración final tal que esta: “Los libros, la vida, la primavera”. Es la traslación lógica, vital, sentida, de alguien que tiene “un talante amistoso, simple, nunca afectado... Y en una escritora así me parece un milagro”, decía de ella su editora en Tusquets, Beatriz de Moura, en el vídeo que precedió al pregón-charla de sofá (rojo, mesita baja) en el centro del Saló de Cent del Consistorio, que la autora de Las edades de Lulú o de ese friso galdosiano de la España del XX que arrancó con Inés y la alegría(2010) sostuvo la tarde del jueves con el periodista Antonio Iturbe. Se abrían así los actos de la celebración de Sant Jordi en Barcelona.
“Me gusta la gente normal”, decía sobre sí misma en ese vídeo quien en vivo se mostró así, natural, como sus personajes. Y con esa franqueza pespunteada de humor fue explicando su relación con los libros ante unas 350 personas que, en su mayoría, eran sus lectores, esos que son, dice, “mi libertad: escribo lo que quiero porque me sostienen; soy antisistema o opino sin equidistancia por ellos; y por ellos no me dejo ir”, admitía.
Sobre la premisa de que los libros son “la última trinchera del conocimiento y el pensamiento sólido, la verdadera osadía intelectual: Twitter es peligroso, el ingenio por delante de la inteligencia”, tampoco tuvo reparos Grandes de mostrar su cocina literaria, siempre tan sagrada en el gremio. Vino a decir que hace lo que haría cualquier madre corriente que quisiera escribir: todo cambió en 1997, cuando su tercera hija, pequeño terremoto de dedos en enchufes y que para no llevarla antes al parvulario y poder escribir la que sería Los años difíciles, cambió el método. “Empecé a tomar notas en un cuadernillo: hasta entonces no tenía sistema alguno: salía una idea, empezaba y a ver a qué final me llevaba”. Ahora, las crisis de escritura las pasa en esas libretas, donde “no hay esquemas sino adjetivos, adverbios y frases subordinadas y los más mínimos detalles de la infancia de los personajes, aunque luego no los use”. Después vendrá “la aventura, porque aquello es el qué, pero el cómo no lo controlas nunca”. Con los años ha tomado como divisa un anuncio de neumáticos: “‘La potencia sin control no sirve de nada’; cada vez lo controlo todo más; de los personajes, no se me amotina ya ni Dios”.
Como era una auténtica charla entre amigos, salió hasta lo que significa vivir con un poeta (Luis García Montero): “Es fácil porque no competimos; admiro de ellos su capacidad de esencialidad, en tres versos dicen lo que yo en 700 páginas”. La familiaridad con los bardos le viene de chica, porque abuelo y padre eran poetas aficionados: “Niños, papá ha escrito un soneto”, decía la madre y ellos debían de ir a escucharle al comedor.
La lectura la ha convertido, dice, “en una persona de izquierdas: leer a los grandes del XIX es una lupa que agranda las injusticias; si no lees, todo eso lo tienes más lejos... ¿Quién puede asomarse a Fortunata y Jacinta y no hacerse de izquierdas?”. No es solo Galdós su favorito: ahí está Verne (“lo único potable en la biblioteca de las monjas donde estudié”) y La Odisea de Homero (“todo lo que le pasaba a Ulises me pasaba a mí”); pero reina el Defoe de Robinson Crusoe: “Mi admiración por los supervivientes viene de ahí, ninguna hazaña es tan esencialmente humana como sobrevivir al infortunio sin perder nunca la dignidad”.
Torrencial, sentimental, comprometida, cercana en sus contradicciones y flaquezas, habló de su nueva entrega de esos episodios de una guerra interminable: “Pasará en los 50, la década más triste, sin esperanza, y la contaré desde un manicomio”. Fue la última confesión de una escritora normal, amiga. De una de los nuestros.
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