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CAFÉ DE MADRID

Llenar el vacío

El autor se deleita con la ciudad que se despeja durante las vacaciones de Semana Santa

JORGE F. HERNÁNDEZ

Ese hombre sin colores que recibe la primavera como si fuese un renacimiento es el reflejo en el espejo de uno mismo entre todos los espacios abiertos que muestra Madrid vacío. Se van todos y se queda uno, solo entre muchos, acompañado por la sensación de que la primavera es cada vez más corta y falsa, casi verano con viento helado para que parezca extensión de un invierno que no ha de volver jamás y promesa de un otoño que parece aún lejano. Madrid empieza a susurrar las ausencias de todos los que huyen a la sierra o a la playa y su callada jaculatoria es un paseo de miércoles que parece domingo aunque huela a sábado.

Se llena el vacío con el monólogo hipnótico de los pasos en la vereda vacía y en los senderos de los parques poblados por fantasmas de todas las navidades pasadas que vuelven envueltos en bufandas sin colores para recordarnos su presencia constante y se llena el vacío con la risita lejana de un niño con gafas que parece carcajearse de la preciosa vida. Empiezan las hojas a moverse, recién nacidas en las ramas como yemas de los dedos de un tronco envejecido y la brisa fría baña sin agua las caras enrojecidas de los paseantes como espectros; empiezan a cantar los pájaros que han sobrevivido un año más el embate del plástico y pasan de largo varios autobuses vacíos, salvo los vagones descubiertos que llevan en andas a los turistas que no pueden creer el milagro de un Madrid tan vivible y andante, tan viable y feliz que parece construido en verso. Todo vuelve a comenzar en cuanto la semana del sacrificio aleja a todos los penitentes hacia las procesiones del silencio y en Madrid se instala una suerte de madrugada prolongada de soledad y silencio, de pensamiento andante en cada párrafo que camina el solitario en soliloquio.

Para poder encontrar su rostro en esta santa semana, el solitario ha de interrogar a los muros disecados de los edificios que vivieron una guerra y ha de recorrer las callejas estrechas que han olido el hambre y el hartazgo de siglos pasados; para poder revelar su cara en los escaparates de cristales apagados, el solitario ha de recitar en silencio la saeta que supera toda traición y entregarse serenamente al misterio morado de reflejar su cara en el vacío… precisamente para llenarlo.

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