El paso
Los partidos independentistas han demostrado su poco sentido institucional y su incapacidad de escuchar a la mitad de la población
Han hecho falta ríos de tinta para explicar cómo la situación política catalana ha llegado hasta aquí —probablemente los mejores trabajos han sido los de Jordi Amat y Guillem Martínez—, pero si hubiese que dar una definición sintética se podría decir —sin renunciar evidentemente al ángulo de la mirada de cada cual, pero tampoco sin faltar a la verdad— que el conjunto de la crisis catalana es síntoma de un descalabro económico, social cultural e institucional que se ha manifestado en tres niveles, claramente interconectados entre ellos.
A nivel macro, debemos situarnos en el marco de la gran crisis europea y mundial, que es a la vez económica, de representación y, especialmente, de confianza. La sensación de desprotección ha impulsado las multiformes experiencias políticas de repliegue, que tampoco han tenido todas ellas las mismas consecuencias —incluso en el caso italiano, hemos visto cómo tenían implicaciones distintas en el norte, la Lega, y en el sur, el movimiento 5 estrellas—, ni los mismos objetivos y trasfondos culturales. A nivel estatal, es evidente que la crisis catalana nos muestra un Estado que se ha mostrado fuerte, pero un pacto político que no oculta sus debilidades: no solo hay más de dos millones de catalanes que han impugnado de facto la Constitución de 1978, sino que unos cuántos más en todo el país han visto —especialmente en su primera fase, no ahora cuando estamos lejos de la llamada Revolución de las Sonrisas— una rendija para superar los equilibrios legados de la Transición. A la vez, en esta última fase (desde 2015), en el panorama estatal ha sido y es cada vez más el terreno de confrontación electoral entre la derecha tradicional del PP y la emergente de Ciudadanos.
Pero, sobre todo, hay que preguntarse por el impacto del procés a nivel catalán. Ha sido muchas cosas a la vez y no todas al mismo momento, ni siquiera con la misma importancia. Si fue la manera de expresar —genérica, porque como dijo Marina Subirats, era la disponible— la indignación de amplios sectores de la población, a la vez fue un mecanismo de conservación de los equilibrios existentes desde el momento en que quienes acabaron gestionando, pilotando, dirigiendo y, en definitiva, domesticando para unos intereses concretos esta indignación fueron las mismas fuerzas políticas que fueron corresponsables de su existencia.
En 2012 gobernaban las mismas fuerzas que han gobernado hasta octubre de 2017, antes de la aplicación del 155, y en buena parte los últimos cinco años han sido también la historia de la enconada competencia entre ellas, disputándose un grueso del electorado catalanista tradicional mutado hacia este nuevo independentismo. También el proceso ha supuesto una gigantesca politización —habrá que estudiar exactamente entorno a qué valores y cultura política— de sectores sociales antes no movilizados, de mucha gente que hasta entonces no se había planteado participar en una manifestación o afiliarse a una organización con objetivos políticos.
Si en relación al cuadro internacional y estatal el marco ha seguido caminos previsibles —se puede y hay que debatir y criticar las medidas concretas adoptadas por los jueces, así como las del gobierno central, pero... ¿se podía pensar que un estado miembro de la UE no tomase la iniciativa frente a una desobediencia institucional?— , los últimos meses que culminan ahora con la detención de Puigdemont han sido especialmente intensos por lo que hace al tablero catalán. Han demostrado la inconsistencia y la temeridad del proyecto de los partidos políticos independentistas, sus luchas internas, su poco sentido institucional y la absoluta incapacidad de escuchar y comprender a la mitad del país, favoreciendo una división sin precedentes.
La judicialización del proceso y la competencia por la derecha de PP y C’S —y la incomparecencia en el debate del PSOE— no han favorecido una evolución positiva del conflicto. Pero estos son elementos respecto a los cuales desde Barcelona se puede hacer poco. Aquello que sí está a manos de los partidos independentistas es insistir en las dinámicas que nos han traído hasta aquí o bien atreverse a reconocer límites y errores en sus planteamientos estratégicos, dejar la épica en un cajón y volver a hacer política. Se entiende que es un paso difícil, que de entrada provoca vértigos. Tiene costes políticos y —en la situación límite en la cual nos encontramos— para muchos dirigentes del independentismo, incluso humanos. En los próximos días saldremos de dudas: épica o política. Esperando que se dé el paso. Para volver a poder andar todos juntos.
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