El poder de las víctimas
La fortaleza del independentismo radica en la amplia aceptación del marco victimista. Quienes lo combaten tratan de invertir la ecuación con un victimismo anverso que genere adhesión
“La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable. ¿Cómo podría la víctima ser culpable o responsable de algo? La víctima no ha hecho, le han hecho. No actúa, padece”. Con esa descripción comienza Daniele Giglioli su ensayo Crítica de la víctima (Herder, 2017). Si Soraya Sáenz de Santamaría hubiera tenido en cuenta el poder del victimismo que describe Giglioli, se lo hubiera pensado antes de anunciar el recurso para impedir la investidura de Carles Puigdemont. Cada vez que el independentismo está en apuros, llega el Gobierno al rescate: cuanto más le persigue, más le afianza, sobre todo si lo hace con medidas tan discutibles y polémicas.
Toda mitología victimista necesita una base real sobre la que construir el relato. Pero una vez establecido, juega con bazas muy ventajosas. La primera es la ausencia de crítica. La condición de víctima exime de cualquier cuestionamiento interno. Y además inmuniza contra el externo. La segunda es que permite y alienta una interpretación subjetiva de la realidad, ya sean los padecimientos del pasado, las ofensas del presente o la anticipación de futuros agravios.
Para provocar identificación es preciso señalar un enemigo del que declararse víctima: “Un líder que se comporta como víctima propone a sus gregarios un pacto afectivo implícito —y a veces también explícito—, una identificación basada en la potente palanca del resentimiento”, escribe Giglioli. Señalar y definir al enemigo es lo que hace Carles Puigdemont cuando, en su intervención en Dinamarca, presenta a España como un Estado opresor que tiene presos políticos y “que se dice democrático y formalmente lo es, pero prohíbe pancartas con la palabra Democracia”.
Conscientes de que la potencia electoral del independentismo radica en la amplia aceptación de ese marco victimista, quienes lo combaten intentan ahora, a veces con más torpeza que acierto, invertir la ecuación. Tratan de construir un victimismo anverso capaz de generar también una identificación acrítica. Los secesionistas son el enemigo interior que amenaza la economía, la estabilidad y la unidad de la patria. Y sus líderes, la personificación del mal: supremacistas, populistas, totalitarios. Por supuesto, no son presos políticos, sino delincuentes. Según ese relato, el orden democrático es la víctima de un separatismo criminal que lo amenaza desde dentro.
El colofón del proceso de identificación victimaria es un bucle que se perpetúa y del que es muy difícil salir. Víctimas y victimarios entran entonces en colusión. Se necesitan, se buscan y con cada acto de hostilidad se afianzan en sus posiciones a costa de alimentar el victimismo del contrario. La disidencia interna es ferozmente combatida. En cada parte empieza a operar lo que Slavoj Zizek ha definido así: “No se trata de ‘sé bueno y dame la razón’, sino de ‘dame la razón y serás bueno’.
Si la crítica no es eficaz cuando viene del otro, menos aún la crítica sarcástica. Por mucho que se haya presentado como un ingenioso revulsivo, el invento de Tabarnia no tiene ningún poder sobre el independentismo. Solo sirve para regocijo de quienes ya se sienten tabarnios, es decir, víctimas de las víctimas. En estos casos “la sátira es completamente vana porque, si cada sátira es una inversión, invertir la inversión es un juego de suma 0”, advierte Giglioli. Lo mismo rige para el programa Polònia de TV3.
Pero en la espiral del victimismo, todavía cabe una vuelta más. Se produce cuando quienes temen a la víctima tratan de invertir el sentido de la ofensa para apropiarse de su poder. Se atribuye a la líder israelí Golda Meir esta frase: “Oh árabes, os podremos perdonar algún día el haber matado a nuestros hijos, pero no os perdonaremos nunca el habernos obligado a matar a los vuestros”. Es lo que algunos autores han descrito como “el rencor victimista de los vencedores”. La condición de víctima de los palestinos arruinaba el capital de simpatía acumulado a causa del Holocausto.
Cuando Rajoy dice: “Nos van a obligar a hacer lo que no queremos hacer”, está tratando de invertir el sentido de la ofensa. En estos casos, la víctima se transmuta en verdugo de sí misma. Su conducta es la única culpable de sus tribulaciones. Se trata de sumar al derecho del fuerte, el derecho del débil. Como cuando el juez Llarena, necesitado de violencia para sustentar el delito de rebelión, imputa a quienes pacíficamente querían votar el 1 de octubre las cargas policiales para impedir el referéndum. De este victimismo de los vencedores hay muchos ejemplos, sobre todo en procesos secesionistas. Y Giglioli pregunta: “Si han vencido y creen que la historia les da la razón, ¿de qué tienen miedo?”.
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