Mañana en la cárcel
Higiénica, sin grafitis en las paredes, vetusta y modosa, la Modelo recibe visitas de antiguos reclusos
Es un domingo soleado de este enero reseco y ventoso. Cuando llegamos a la calle Entença, ante la puerta principal de la prisión espera una buena cola de gente. Nos sumamos. No nos gustan las filas, las solemos evitar y nos hemos perdido ciertas cosas a lo largo de los años por no querer esperar el turno si la cola se mueve tan lenta como esta. Hoy sí, hoy esperaremos. Más de una hora. Es día de puertas abiertas y así será durante unos meses, antes de que ayuntamiento y vecinos decidan qué hacer con ella. Pero mi amigo, que no había logrado entrar cuando se cerró la cárcel y se agotaron rápido por internet las entradas para visitarla, no quiere tardar más. Y así es como finalmente vuelve a entrar en la Modelo. Había estado allí preso, hace mucho.
Tal vez todos los que fueron reclusos sienten aquellas horas como él, desdibujadas. Quizá hay que pasar mucho tiempo en una cárcel para que los recuerdos se compacten y se fijen, o puede que la supervivencia exija borrar ciertas cosas. Momentos, vivencias y sentimientos perdidos en las nubes de tu propio olvido que ahora igual forman parte de los recuerdos de tu compañero de celda o de patio, pero no de los tuyos. Mi amigo recuerda a un único compañero de celda, un día, latinoamericano, sin más precisión. Su silencio de la cárcel no depende de su voluntad ni tampoco afirma, ni niega, que la Modelo haya sido un trauma grave. Es como si fuera una vivencia que no se puede explicar ni contar en detalle. No recuerda si pasó dos, tres noches, o más.
Está pendiente de lo que ve ahora, en esta Modelo vacía. Todo es higiénico, vetusto pero sobre todo limpio, sin grafitis, resume. Insiste mucho en los inododoros sin puerta, en la letrina dentro de la celda. Tenía diecisiete años.
Le detuvieron en una facultad con una bolsa de octavillas, la temible “propaganda ilegal” de la época, al parecer la policía le seguía desde hacía días. Era el año 1970 y eso bastaba para ir al trullo. Salió al cabo de tres o cuatro días, con una fianza gravosa para su familia. El TOP, el Tribunal de Orden Público, le condenó a seis meses, que no cumplió por ser menor, y le retiraron el pasaporte. Le juzgaron en Madrid. Tardaría años en volver a la ciudad. Cuando finalmente visitó el Prado se habría quedado una semana sin salir de sus salas pero le había costado años ir. Repite que no puede recordar cuántos días estuvo en la Modelo. Lo sé. Vuelve a decirlo mientras saca fotos con el móvil de las dos galerías visitables, la cuarta y la quinta.
Se libró de estar más en prisión por la edad. Pero no así una amiga, encarcelada todo un mes por asistir a una manifestación del 11 de septiembre. También podía sucederte que tuvieras que volver a pagar la matrícula por haber hecho huelga. Así lo decretó el rector García Valdecasas en el curso 66-67, el siguiente a la Caputxinada y la formación del sindicato estudiantil. Si no te retractabas, a pagar de nuevo. Era otra forma de sentencia, una suerte de fianza sin prisión. La familia que conozco decidió pagar. Así reconocía la huelga, no la negaba, como habría sido el caso si el chico decía que no la había seguido.
Hace frío en la cárcel, incluso en este domingo soleado de un enero demasiado primaveral. La humedad lo penetra todo. Desde la alta cúpula, el panóptico, se filtra una luz que no llega al suelo ni da calor. El sol toca un rincón del patio. Otro visitante nos pregunta por la galería donde se amotinaron los presos comunes en 1977 exigiendo amnistía tras la muerte del dictador como los presos políticos, por tantas razones. El motín de la COPEL, la Coordinadora de Presos Españoles en Lucha, nombre que hoy evoca tiempos distintos, cuando hasta los presos se asociaban. Consultamos a don Google y sí, fue en la galería número 4. Viejos recuerdos y escenas se agolpan, de nuevo. Mi amigo lo quiere ver todo aunque esté tan modosito. Aquí ejecutaron a Puig Antich, aquí se guardaba la metadona. Me detengo ante la puerta de la biblioteca, le saco una foto, es una celda más, con pocos libros. Creía que sería más grande, ya ves tú. Una vez fuimos un grupo de escritores a la Modelo para celebrar y animar a unos reclusos que publicaban una revista, y dejé un libro firmado para la biblioteca. No hay huella aquí de los lectores ni de la revista, tampoco de lo que se escribía en los periódicos de una cárcel que son sus paredes.
Dejamos atrás el frío que pela y salimos al sol. Los ojos de mi amigo brillan, recargada su batería de recuerdos.
Mercè Ibarz es escritora y profesora de la UPF.
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