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La mejora que nadie sabe ver en el barrio

El índice municipal de renta indica que la clase media gana terreno en el Camp de l'Arpa, pero sus vecinos son escépticos

Cristian Segura
Un hombre sentado en un banco, en el Camp de l'Arpa.
Un hombre sentado en un banco, en el Camp de l'Arpa.M. Minocri

Miguel Medina aprovecha la pausa del mediodía para sentarse a tomar el sol y consultar mensajes en el móvil. Medina está enfrascado con el teléfono frente a la oficina de la empresa en la que trabaja, el instalador de calderas Universo, en la calle Industria. Medina se sorprende cuando el periodista le informa que, según estadísticas del Ayuntamiento, este barrio, el Camp de l’Arpa, es junto a Barceloneta y Montbau uno de los núcleos de Barcelona que abandonan el grupo de barrios de renta baja para acceder al de renta media. “Quizá la gente compra más aparatos y antes reparaban hasta las calderas más viejas. Pero en la zona antigua del barrio las casas continúan muy dejadas. Poco cambio he visto”, dice.

La opinión de Medina es la misma que expresan la decena de vecinos del Camp de l’Arpa entrevistados ayer tras conocerse el informe del Ayuntamento sobre renta familiar de la ciudad. Los datos sobre esta mejora los reciben con incredulidad. Una mirada al pasado reciente del índice municipal confirma el escepticismo: la renta familiar del Camp de l’Arpa se situó en 2016 en 82,7 puntos —siendo 100 la media de la ciudad—. Cinco años antes, en 2011, el barrio tenía 85,1 puntos; en 2008, año de inicio de la crisis, su posición eran 92,4 puntos.

“Hace tres o cuatro años le propuse al concejal del distrito que para atraer a turistas podían crear el siguiente lema: ¡Bienvenidos al Camp de l’Arpa, la Barcelona de los sesenta!. En mi calle, Ruíz de Padrón, no han hecho reformas en 40 años; el pavimento de las aceras tiene baldosas de todo tipo, de cada década”, explica con ironía Llucia R. Lleva más de 30 años en el barrio y opina que el Camp de l’Arpa tiene dos realidades: la zona que colinda con El Clot está más deprimida, mientras que la parte de montaña, la que delimita con el Guinardó, se está rejuveneciendo. Llucia coincide con Medina en que cada vez se ven a más extranjeros europeos residiendo en el barrio: “Hace unos días fui a una óptica de Rambla Catalunya y me atendió un chico italiano. Dio la casualidad que vive en la misma calle que yo, y le parecía un sitio genial para vivir”. Llucia concede que algunas cosas sí están cambiando porque su hija, que vive en la vecina calle de Joan de Peguera, paga por residir en unos bajos de alquiler, vivienda en un estado precario según su madre, 800 euros al mes.

Joaquim Cabot tiene 26 años y siempre ha residido en el Camp de l’Arpa. Pasea a su perro frente a la antigua fábrica textil Costa Font, en la calle de Freser, donde asegura que estuvo empleado su bisabuelo. Es relaciones públicas en el sector comercial y dice haber detectado una mayor rotación de negocios en el barrio que hace cinco años, pero no cree que la zona haya experimentado mejora significativa, “aunque sí empiezan a notarse cambios”: Cabot destaca que ahora se ven algunos extranjeros de alto poder adquisitivo, pero siguen siendo una excepción, y añade que cada vez le dejan más publicidad de compra de pisos en el buzón. Del mismo parecer es Jaume Pejoan, responsable de la marisquería Los Pajaritos. Su familia regenta el local desde el final de la Guerra Civil, aunque el restaurante fue fundado en 1897. Con el peso de los años a sus espaldas, Pejoan dice tener claro por qué el Camp de l’Arpa ya es un barrio de clase media: por su envejecimento. “La media de edad del barrio es de unos 50 años, y a los 50 años más o menos todo el mundo tiene la vida solucionada. No hay jóvenes con hipótecas, ni viene mucha gente de otros lugares”, concluye Pejoan. Frente a Los Pajaritos, Juan Capdevila, mecánico del taller Altaller, explica que para él, que vive en Montornès del Vallès, el Camp de l’Arpa siempre ha sido un lugar caro. “Pero mucha mejora no he detectado. El negocio sigue igual”, dice Capdevila, y añade: “Si hubiera mejora, haríamos como antes, un menú de mediodía aquí al lado, pero llevamos cuatro años comiendo de tupper en el taller”.

Andreu Margelí, propietario de una frutería en la calle Nació, tampoco detecta el progreso: “Continúa siendo un barrio de gente humilde, y de gente mayor; en muchos casos su situación ahora es peor porque con la crisis han pasado a mantener a sus hijos y nietos, incluso a convivir con ellos”. Margelí abrió su establecimiento en 2000. Llegó a tener seis empleados pero hace cinco redujo sus trabajadores a tres, y con estos sigue.

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Sobre la firma

Cristian Segura
Escribe en EL PAÍS desde 2014. Licenciado en Periodismo y diplomado en Filosofía, ha ejercido su profesión desde 1998. Fue corresponsal del diario 'Avui' en Berlín y en Pekín. Desde 2022 cubre la guerra en Ucrania como enviado especial. Es autor de tres libros de no ficción y de dos novelas. En 2011 recibió el premio Josep Pla de narrativa.

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