Viejos y nuevos mantras
La creencia de que una alta participación daría la victoria a la mayoría silenciada ha resultado falsa. Ahora surge la peligrosa idea de las dos comunidades
Pasada la resaca electoral, el conflicto catalán está tan estancado y tan enconado como antes, pero las elecciones del 21-D han permitido al menos clarificar la correlación de fuerzas después del seísmo y romper algunos mantras que se daban por ciertos y no lo eran. El primero y más importante, el de la supuesta mayoría silenciosa y silenciada. Se suponía que un aumento de la participación iba a beneficiar al bloque no independentista, con la consiguiente pérdida relativa de peso del soberanismo. Algunos dirigentes unionistas soñaron incluso con que las encuestas se equivocaran y las urnas les otorgaran una mayoría holgada. Creían que el independentismo ya había movilizado en las últimas elecciones todas sus fuerzas y que si las áreas metropolitanas de Barcelona y Tarragona -donde se concentra la mayor parte de la población procedente del resto de España- iba a votar en masa, el independentismo sería derrotado. La participación ha subido casi siete puntos y se ha situado en máximos históricos, pero esa premisa no se ha cumplido.
Había en esas ciudades un voto diferencial que hasta ahora se expresaba con una menor participación en las elecciones autonómicas. Pero esta vez se han movilizado y es difícil imaginar otra coyuntura con más motivación para ir a votar. Sin embargo, pese a esa mayor participación, el soberanismo apenas ha retrocedido unas décimas y ha obtenido una mayoría suficiente para gobernar de nuevo mientras Ciudadanos, la fuerza más votada, ni siquiera se plantea intentarlo. Las fuerzas llamadas unionistas o constitucionalistas han ganado 180.000 votos, pero también los soberanistas han logrado aumentar los suyos en 96.000. Ya no puede decirse pues que haya una mayoría silenciada. Esa opción se ha expresado en manifestaciones multitudinarias y en las urnas. Y no ha ganado suficientes votos para poder gobernar en Cataluña.
Los resultados electorales muestran que Cataluña hay dos grandes bloques políticos que se declaran incompatibles, pero ninguno de las dos está en condiciones de imponerse totalmente al otro. Para superar el bloqueo, el Gobierno y sus aliados deberían reconocer que hay una demanda de cambio sostenida en el tiempo suficientemente fuerte como para que no pueda ser ignorada. Y las fuerzas soberanistas deberían reconocer que una parte muy importante del electorado se opone a que Cataluña se separe de España. Pero demasiados dirigentes de uno y otro bloque persisten en su negación de la realidad.
El segundo mantra caído es la idea de que los apoyos electorales y las movilizaciones masivas logrados por el soberanismo eran fruto de un gran engaño perpetrado por las élites gobernantes que nadie había sabido desenmascarar. El engaño masivo habría consistido en hacer creer que la independencia era posible y económicamente viable; que, llegado el momento, Europa intervendría forzando una negociación, y que el pulso al Estado no tendría consecuencias judiciales ni económicas. Efectivamente, cuando abrieron los colegios electorales el 21-D había quedado claro que la declaración unilateral de independencia era un temerario brindis al sol, que Europa no había movido un dedo por la causa catalana y que la mera pretensión de seguir adelante en la enloquecida hoja de ruta provocaba fuga de empresas y daños económicos. Todo eso estaba ya muy claro. El supuesto engaño había quedado desenmascarado. Y sin embargo, el soberanismo no perdió apoyos. Al contrario. Ganó aún un considerable número de votos. Luego hay otras motivaciones.
Ahora estamos en la fase de construcción de otro mantra, el de las dos comunidades. Un planteamiento muy peligroso que ambas partes podrían tener la tentación de explotar. Los soberanistas con la idea de que Cataluña podría ser un Estado independiente si no fuera por el lastre que supone la parte menos integrada de la población venida del resto de España; y los antiindependentistas, con la peregrina pretensión de que esa parte de la ciudadanía se constituya como una comunidad diferenciada dentro de Cataluña, con intereses propios y antagónicos a los de los catalanes de origen. Sería como darle la razón a Aznar, cuando dijo que antes se romperá Cataluña que España.
Hasta ahora el catalanismo político ha tenido mucho cuidado en evitar discursos que fomenten la idea de las dos comunidades. Bajo una clara hegemonía de la izquierda, se ha logrado garantizar la cohesión social por encima de las diferencias de origen o de sentimiento nacional. Malbaratar este legado sería la peor secuela del choque identitario.
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