Los pactos para 2018
La pregunta es si ahora mismo existe en la sociedad catalana el acuerdo mínimo para confiar en un bien común
Con situaciones enrevesadas como el probable escenario poselectoral en Cataluña habrá que asumir que uno no hace los pactos que quiere sino los que puede. A falta de mayorías absolutas o suficientes, se pacta con lo que hay. Es uno de los precios a pagar cuando una sociedad se aleja de los cauces consensuales. Para la Cataluña del año 2018 un gobierno autonómico de coalición tiene menos probabilidades que un pacto poselectoral en el que se logre tejer una red de mínimos para aunar a grupos de lo más diverso, dispuestos a ceder en algo para pactar un panorama político de conflictos más acotados. Si no se opta por el absolutismo, será necesario reequilibrar el sistema indispensable para el convivir de minorías y mayorías, al contrario de lo que ocurrió en las jornadas que desembocaron en una declaración de independencia cuya duración fue la de un suspiro.
Es estos casos, aunque el nacionalismo victimista tienda a negarlos, hay que tener en cuenta cuales son los márgenes competenciales de una comunidad autónoma cuya norma estatutaria dimana, en este caso, de la Constitución de 1978, artículo 155 incluido. En fin, no vaya a compararse la hipotética circunstancia poselectoral de Cataluña a las dificultades que tiene Angela Merkel para trenzar su gobierno de coalición. Operar en un marco con sentido de la proporción es la política de lo razonable; pretender seguir con la ficción de un Estado independiente de hoy para mañana es de una irracionalidad que dañaría todavía más la división social, retraería la estabilidad jurídica y el crecimiento económico. Con tantos factores excepcionales en juego, como un expresidente fugitivo en pugna con un Oriol Junqueras encarcelado, la responsabilidad es aún mayor. Dada la división en bloques más o menos solidificados, salvo que la carrera electoral introduzca variables, la política de acordar el desacuerdo parece un bien remoto.
Siendo los dos bloques políticos los que son, la naturaleza de los pactos electorales habrá de renunciar al maximalismo si se trata de gobernar y no de expandir rupturas. Se puede poner en duda que las divergencias en la vida política de hostilidad y exclusión tengan su correspondencia real en las divergencias de la sociedad. Es la política, de muy baja calidad, la que más ha generado la percepción de una sociedad dividida y ha incentivado la expresión de confrontaciones. En realidad, se supone que las urnas del 1 de octubre pretenden clarificar, como requiere la sociedad catalana, pero lo enturbian componentes tan estrambóticos como la personalidad de Carles Puigdemont, ayer dando lecciones de europeísmo a la España negra y hoy atribuyendo a la Unión Europea la condonación del fascismo que gobierna en España.
Posiblemente se abra una etapa de geometría variable en la que, con transacciones constantes en el hemiciclo del parque de la Ciutadella, sea posible suplir la ausencia de gobierno pleno. De hecho, la Cataluña autonómica lleva seis años desgobernada, con una administración pública paralizada, y ahora bajo la tutela del artículo 155. Según vemos en las encuestas, las homogeneidades para constituir gobierno de normalidad no existen en Cataluña o no hay lideratos políticos que deseen darles cuerpo. Topamos así con los legítimos intereses de los partidos, para insatisfacción del ciudadano que instintivamente no comprende que la política le complique la vida, ya de por sí difícil y agitada. Es como si los políticos catalanes, unos más y otros menos, no concibieran un mañana en el que haya normas estables para —como decía Giovanni Sartori— “decidir cómo decidir”. Esto da una idea de la dislocación que ha provocado la idea inconcreta de la secesión sin vía legal ni apoyo social suficiente. Dar por confirmado un procés cuyas consecuencias —desde la marcha de empresas al rechazo de las instituciones europeas— se negaron a priori o se camuflaron lleva a invocar la responsabilidad política y moral de exponer a la ciudadanía un control de esas consecuencias. No hacerlo ha llevado Cataluña a un callejón sin salida construido con materiales de derribo. Como en las quinielas, de punta a punta de Cataluña se hacen apuestas, se divaga sobre nuevos escenarios o se expresan deseos imposibles: la pregunta es si ahora mismo existe en la sociedad catalana el acuerdo mínimo para confiar en un bien común. Para 2018, esta pudiera ser la mejor finalidad de unos pactos poselectorales a pesar de un clima de opinión saturado de contradicciones y mitos.
Valentí Puig es escritor.
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