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POP Ricardo Lezón

Luces que palían la congoja

El padre de McEnroe matiza su tradicional melancolía y se doctora en solitario con un concierto muy emotivo en el Lara

Ricardo Lezón durante su actuación en Madrid.
Ricardo Lezón durante su actuación en Madrid.

Hay que ser valiente (o voluntarioso) para debutar en solitario con un disco titulado Esperanza, nombre aquí de virtud teologal y no de musa sobrevenida. Valiente y hasta puede que temerario: con la que sigue cayendo, con la de argumentos cotidianos para apuntalar un escepticismo algo más que verosímil, Ricardo Lezón ha preferido contravenir su propia leyenda de hombre triste.

Quizá nunca lo haya sido del todo, o solo de una manera matizada. Pero miles de admiradores le tomaron por tal y ahora no son apoplejías, sino destellos, los objetos de su escritura. Incluso las diferentes luces que pueden paliar la congoja. Así lo demostró este jueves, en un Teatro Lara casi lleno, con motivo de su estreno absoluto en primera persona. Fue un concierto por momentos inseguro y no exento de pequeñas imperfecciones, pero, a pesar de todo -o quizás gracias a ello-, terriblemente emotivo. Como el cantar mismo de este hombre de voz rugosa, frases breves, sílabas entrecortadas y hasta fonemas que, como esas ostentosas zetas en La paz salvaje, se enfatizan contraviniendo cualquier escuela.

El desapego hacia el grandullón de la inseparable visera se diría una opción remota, casi antinatural. El de Getxo encarna esa ternura vulnerable de la que todos podríamos encariñarnos. Sin ser verborreico, tampoco le importa desvelar miedos y vulnerabilidades. “Estoy francamente nervioso, pero no se nota”, admitió casi al principio de la noche con una desarmante naturalidad. Y tras dar buena cuenta de Ella baila, uno de sus nuevos títulos más elocuentes, se sinceró: “Le tengo cariño a esta canción, así que me alegro de que me haya quedado bien…”.

El resto se nutrió de sus habituales plegarias al amor, consumado o fallido, y ese creciente interés por arrecifes, bosques, fieras y demás sinónimos de comunión con el entorno natural. Lobos sonó como una de las canciones más bellas de la temporada, igual que hace un año lo fue aquel Por fin los ciervos que Ricardo deslizase en su delicioso disco junto a The New Raemon. Y Chet Baker, con su inesperado hálito negroide, se erige en una versión lúgubre y alternativa del soul silvestre que practicaban Dexy’s Midnight Runners, incluso aunque sobre las tablas no comparecieran los mágicos metales de la grabación. Añadamos el estreno de Manuel, una preciosidad dedicada al padre recién fallecido, y comprenderemos que Lezón no será de nuestros artistas más alegres, pero sí de los más merecedores de abrazo.

Antes hubo ocasión de conocer a Mow, una madrileña jovencísima que, con solo un EP, se ha convertido en viral en el área de... Manhattan. Gabriela Casero canta en inglés y practica un folk electrónico delicioso, no muy alejado de Flo Morrissey o Joanna Newson, y con el cuarteto canario Solo Astra aportando las texturas, la batería electrónica, el ropaje siempre sutil y etéreo. Asombra la exquisitez tanto como la tersura: esa elegancia precoz, esa habilidad para aportar calor desde el dictado de la máquina. “A pesar del humo, nada está perdido”, dice uno de los nuevos versos de Lezón. Y hasta puede, queridos escépticos, que haya en ello algo de verdad.

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