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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La triste historia de Agustín Luengo y su ‘corte’

Desde hace 142 años, el Museo Nacional de Antropología expone los esqueletos de seres humanos adquiridos por un médico que prefirió ser enterrado en un cementerio y no formar parte de su colección

Vicente G. Olaya
Daguerotipo de Agustín Luengo, acompañado de su madre y de un hombre al que algunos identifican como Alfonso XII.
Daguerotipo de Agustín Luengo, acompañado de su madre y de un hombre al que algunos identifican como Alfonso XII.

El edificio engaña: parece un museo, pero es una enorme tumba. El Museo Nacional de Antropología, además de mostrar colecciones etnológicas de diversas culturas del planeta, esconde además un gigantesco y triste cenotafio en pleno centro de Madrid.

En un lateral del inmueble, asemejando el gabinete de un científico de finales del siglo XIX, se alza la reproducción en yeso del cuerpo de un joven de 2,35 metros de altura; y junto a ella, un féretro de tapa transparente donde reposa su descomunal osamenta. Son los restos de Agustín Luengo Capilla, el conocido como Gigante extremeño, un pobre hombre que falleció a los 26 años, en 1875, tras una vida repleta de dolores insufribles y la pérdida constante de la visión.

Luengo nació en Puebla de Alcocer (Badajoz) y de su historia se conoce muy poco; y, de lo que se sabe, todo está envuelto en una nebulosa de hechos más o menos ciertos que unos historiadores confirman y otros desmienten con la misma contundencia y rapidez.

Lo que sí parece seguro es que a los doce años, el niño Agustín comenzó a ser exhibido en los circos hasta que el rey Alfonso XII, atraído por nuestro particular Hombre Elefante, quiso conocerlo. El monarca se hizo una foto con él y le regaló un par de descomunales botas. Saltó así a la fama y llegó a Madrid acompañado de su madre, que buscaba desesperadamente un remedio para la desgracia de su pequeño, la acromegalia.

Por aquel tiempo, Pedro González Velasco, afamado médico y antropólogo de la Villa y Corte, estaba iniciando una colección que con el paso de los años sería el germen del futuro Museo de Etnología. Cuando supo de la existencia de Luengo le propuso un curioso acuerdo: le mantendría de por vida a cambio de que le cediese su cuerpo al morir. El joven gigante accedió, pero la tuberculosis logró que el pacto fuera breve. Con el contrato en la mano, González se llevó el cuerpo de Luengo del depósito de cadáveres y lo roció con ácido sulfúrico para arrancarle la carne lo antes posible. El Gigante extremeño ya era parte de su colección permanente.

Desde hace casi siglo y medio, el cuerpo de don Agustín Luengo Capilla permanece expuesto al público, como cuando se exhibía en los circos, pero ahora rodeado, literalmente, de calaveras de otros desgraciados sin nombre, esqueletos de monos o de seres humanos ignotos, el busto de un pirata chino decapitado y la momia guanche de una mujer desnuda.

La triste sala funeraria la preside el busto en mármol de Pedro González Velasco que, en cambio, prefirió no formar parte de su propia colección de monstruos y pidió ser enterrado en lugar sagrado (su lápida incluye los nombres de su mujer y de su hija, a la que por cierto también embalsamó y expuso vestida de novia). De esta manera, el médico rechazó formar parte del destino científico que había decidido para su gigante y para la corte de desgraciados que le acompañan desde hace 142 años en un céntrico edificio de Madrid.

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Sobre la firma

Vicente G. Olaya
Redactor de EL PAÍS especializado en Arqueología, Patrimonio Cultural e Historia. Ha desarrollado su carrera profesional en Antena 3, RNE, Cadena SER, Onda Madrid y EL PAÍS. Es licenciado en Periodismo por la Universidad CEU-San Pablo.

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