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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Política de reconocimiento

Estamos frente a un problema de falta de aceptación de la diversidad intrínseca de un país complejo

Joan Subirats
Ciudadanos frente al Parlament en la manifestación a favor de la unidad de España.
Ciudadanos frente al Parlament en la manifestación a favor de la unidad de España. massimiliano minocri

La tradición política ve en el conflicto su eje básico. De hecho, la democracia es el sistema político que ha ganado su legitimidad gracias al hecho de que asegura el ejercicio pacífico de la confrontación entre ideas e intereses, entre mayorías y minorías. En un sistema político razonablemente organizado, entendido como el marco común en el que dirimir y decidir, la calidad de la democracia dependerá de la capacidad de disenso que sea capaz de contener sin que resulte dañada la convivencia. La cosa se complica cuando, por las razones que sean, alguno o varios de los actores que operan en ese entramado común, no se sienten incluidos en ese sistema, no sienten reconocidas sus diferencias y no ven posibilidades de defender sus ideas y valores en el mismo. Y así acaban entendiendo como opresivo y asfixiante lo que antes era visto como una arena compartida.

España, desde su consolidación como estado contemporáneo, ha ido pasando por diversas crisis de este tipo. Lo que ahora nos preocupa no es, por tanto, del todo nuevo. Más bien resulta reiterativo. No parece razonable pensar que ello es solo consecuencia de la resiliencia protestona de alguna de las partes, y más bien conviene imaginar responsabilidades compartidas y problemas en la concepción basal del sistema.

No nos sirven ya las soluciones ni las experiencias anteriores. Seguimos atrapados en esquemas (westfalianos) propios del siglo XIX y XX. Y esos esquemas sirven cada vez menos para maniobrar en el gran escenario de interdependencias cruzadas propio de la globalización y del gran cambio tecnológico. Hace unos meses, al recoger el Premio Diario Madrid, la directora de The Guardian, Katherine Winer, expresó su total escepticismo sobre las posibilidades reales de que se pudiera implementar el Brexit, y los hechos le están dando la razón. Las razones proceden de la intersección e interdependencia irreversible que se ha generado en Europa entre empresas, entidades de todo tipos y dinámicas sociales, familiares y comunitarias. No es posible desenmarañar la madeja sin daños colaterales tremendos. Europa es ya una urdimbre de personas y colectivos mucho más interrelacionada de lo que la débil y frágil supraestructura política muestra. Si eso es cierto para toda Europa, ¿puede ser distinto en el caso de España y Cataluña?

Lo que probablemente reunió a centenares y centenares de periodistas de todo el mundo el pasado martes en las estrecheces del edificio del Parlament de Catalunya fue esa anomalía. La anomalía de que un país que es totalmente “Europa” desde el punto de vista social, económico, universitario, sindical e institucional, pudiera “romper” esos vínculos para volver a reconstruirlos poco tiempo después. Y además, que todo ello estuviera sucediendo no por los designios inexplicables de unas élites conspirativas, sino (como mostró el 1 de octubre) por el empuje de centenares de miles de personas capaces de organizarse pacíficamente de modo ejemplar. Algo inexplicable pasaba en Cataluña.

Tenemos un problema de falta de adaptación de nuestro sistema político a los nuevos tiempos. Reducirlo a un tema de soberanía resulta tremendamente esquemático y simplificador. Estamos frente a un problema de reconocimiento. De falta de aceptación de la diversidad intrínseca de un país complejo. Que lo era hace cien años, y que ahora lo es mucho más. Quien quiera seguir defendiendo una concepción de soberanía única y excluyente, por mucha “reforma constitucional” con que se revista, no ha entendido nada de lo que está pasando y hacia qué futuro nos dirigimos.

Decía Amador Fernández Savater en uno de los muchos comentarios que han aparecido sobre lo que acontece en Cataluña: “La lucha final es la expresión que definió la emancipación en el siglo XX, y que pasaba por la destrucción del otro (el enemigo de clase o nacional). La emancipación hoy se hace otras preguntas: ¿Cómo vivir juntos los diferentes?; ¿qué nos une a pesar de lo que nos separa? Porque el otro no va a desaparecer y este mundo compartido es el único que hay”. Esa es la nueva bandera de la izquierda emancipatoria. Lo que debemos hacer es reconocer que igualdad y homogeneidad no son lo mismo. Que hemos de situar la diversidad en nuestra escala central de valores. Y que estamos condenados a vivir juntos, pero eso sí: reconociendo a los otros como distintos y reconociendo y cuidando nuestras interdependencias. Y entonces podremos afrontar el debate clave de las soberanías concretas y reales, que nos interpelan y agreden en el día a día y desde la proximidad.

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