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CAFÉ DE MADRID

Merecer El Retiro

El autor repasa las maravillas del parque madrileño y sus incuestionables atractivos para una mascota

JORGE F. HERNÁNDEZ

La idea era traerlo a Madrid, considerando su muy avanzada edad. De sobrevivir al vuelo trasatlántico transpiraba cierta ilusión imaginar su cara salivando ante tantas viandas que se presumen en las vitrinas de las pastelerías españolas, los jamones colgantes en museos de fiambres variados y el alivio de las fuentes con esa agua de Madrid que todo el mundo elogia. Se merecía el retiro voluntario de los largos paseos por las calles arboladas y la afortunada convivencia con sus semejantes. Más que en México, se asombraría ante la higiénica cultura de tanta persona respetuosa que levanta despojos en bolsitas y los espacios arenosos reservados para tertulia entre sus semejantes. En realidad, se merecía El Retiro; el parque de El Retiro con sus caras cambiantes según la estación del año en esta época rara en que parecen borrarse primavera y otoño porque se pasa directamente del verano al invierno, al ocaso de los seres cansados que merecen la tranquilidad y el sosiego de ese parque irónicamente poblado por tantos jóvenes enamorados, rayos en patines, cantantes de utopías.

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Hablo de un perro. Mi mascota Chesterton, que merecía El Retiro para intentar congraciarse con tanto caniche pequeño o algún ovejero inmenso de este lado del mar. Sería fantástico verlo posar con el Palacio de Cristal al fondo y acercarse a la reja del Ahuehuete mexicano, ese árbol viejo que vino en semilla y fue testigo de las balas francesas y luego, imaginarlo al trote en pos de los pasos de alguna de las muchas musas que hacen lo que aquí llaman footing a todas horas. Me imagino su azoro ante la diferencia en las ardillas, marrones roedores voladores que parecen primos lejanos de las negras ardillas de Coyoacán y supongo que habría tenido que vivir un periodo de adaptación a los ladridos con ce y con zeta, los madrileñísimos sonidos que significan sí como silbato y no con un chasquido que mueve ligeramente la cabeza.

En verano, quizá hubiese sido capaz de darse un chapuzón en el inmenso estanque y soñar que cruzaba el Atlántico nomás por nostalgia y para el invierno le teníamos preparado un chaleco de lord inglés con leontina como correa para que diera sus somnolientos pasos acompasados por los largos senderos de ese Retiro poblado de tantas almas que lo merecen: el sosiego y silencio de un parque donde hoy más que nunca deambulan los fantasmas de todos mis muertos entrañables, amigos y familiares que caminan allá adelante como si fueran al Jardín Botánico o al Museo del Prado pasando por las tentaciones de los rosales y el Ángel Caído. Allí donde Chesterton no llegó a correr tras el vuelo de un ave de alas azules, aunque su sombra me espera ya todas las tardes de este otoño para que no olvide que hay que merecer los privilegios por donde andamos vivos.

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