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Café de Madrid

Veraneo al volante

El autor describe el placer de conducir sin prisa por la ciudad en viejos autos

Ese alegre conductor de gafas que circula por los antiguos bulevares en un diminuto carrito sin colores no es espectro ni proyección fílmica, sino un viajero voluntario de lo que llaman veraneo al volante. Se trata de una legión secreta, una cofradía ocasional que recorre las calles de Madrid en automóviles de museo, carromatos de colección o pequeñas barcazas motorizadas con el feliz afán de circular sin prisas, confirmando que Madrid cabe en la palma de una mano y que se suda menos sobre ruedas.

Van de la M-30 a la Moncloa, pasando por Gran Vía, se pierden en Malasaña y dan siete vueltas en Alonso Martínez nomás para inventarse un tiovivo a la medida de sus vacaciones, con la mirada absorta en las fachadas de pastelería decimonónica de los edificios vacíos y la carcajada sintonizada en la radio que proyecta el nuevo éxito de verano, canción igual de efímera que la del trayecto que los trajo desde Badajoz, bajo un Sol de Justicia, mareados en el utópico deseo de entrar a Madrid por la Puerta de Toledo y sólo bajar del vehículo para ocupar el servicio en una cafetería escondida.

Se les ve catatónicos en los pasos de cebra y serios al pasar por enésima vez por la calle más cercana al Palacio de Oriente o sincronizar su recorrido con la idea de que la puesta del Sol se encuadre exactamente en le Palacio de Debod o bajar el Parque del Oeste ya en la oscuridad turística para toparse de frente con una cuadrilla de travestis otrora albañiles de su mismo pueblo que ya nadie reconoce por el maquillaje y subir por una cuesta de Colegios Mayores hasta reencontrarse con el emparrillado urbano de una ciudad casi cuadriculada que se abre en espina dorsal por la Castellana hasta Atocha, en ese carril perfecto por donde circula el carrito mientras alguno de los pasajeros va largando una explicación pedagógica sobre el secreto origen de la estatua de Castelar, la biografía oculta de Cibeles, las decepciones de Neptuno y el discreto encanto del Museo Nacional del Prado que parece una secundaria norteamericana, según dijo Hemingway y hay quienes aseguran que en las noches, los del veraneo al volante logran saltarse la barda del Retiro y vuelven a circular en las sombras del insólito bosque que respira en medio de Madrid como un corazón natural de vegetación oxigenada y fauna entrañable, allí donde de madrugada nadie se detiene a preguntar de dónde salen las historias inconcebibles, las notas inverificables de los cuentos cotidianos que justifican entre todos los sopores del calor insoportable la invaluable oportunidad de practicar la imaginación al vuelo; es decir, el veraneo al volante.

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