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ópera

Sacar fuerzas de flaqueza

‘Un ballo in maschera’ da en A Coruña el pistoletazo de salida a la temporada operística en España

Saioa Hernández y Gregory Kunde, durante la representación en A Coruña.
Saioa Hernández y Gregory Kunde, durante la representación en A Coruña.miguel ángel fernández

A Coruña ha dado comienzo este viernes a su programación lírica, la primera en aparecer de la temporada operística española. Sobre el escenario del Teatro Colón, la primera representación de Un ballo in maschera, de Giuseppe Verdi, fue protagonizada por el trío compuesto por el tenor Gregory Kunde, como Riccardo; el barítono Juan Jesús Rodríguez (Renato) y la soprano Saioa Hernández (Amelia). El Coro Gaos y Orquesta Sinfónica de Galicia, muy reducida por el pequeño foso del Colón, fueron los cuerpos musicales que tuvo a sus órdenes Ramón Tébar como director musical.

Volver al Colón tras casi tres décadas en el Palacio de la Ópera ha supuesto una recuperación de la cercanía de voces y acción, tan necesaria para el goce de la accción dramática y musical que supone una ópera. Pero también, y en un grado ciertamente notable, ha puesto en evidencia lo inadecuado del foso de este teatro para la ópera grande. En primer lugar, por su extraña y escasa proyección del sonido orquestal; en segundo y no menos importante, porque su reducido tamaño le impide albergar una orquesta que ofrezca las prestaciones sonoras requeridas por una ópera como Un ballo in maschera y tantas otras.

En estas condiciones, el sonido se resintió seriamente del desequilibrio producido por la escasez de cuerdas (pudieron ser contados 6+5 violines, cuatro violas, tres chelos y dos contrabajos) frente a los efectivos de vientos requeridos por la partitura verdiana. Mientras desde las localidades situadas a la derecha de la platea la cuerda resultó casi inaudible en los tutti, desde su zona izquierda se pudo apreciar claramente la falta de cuerpo de estas secciones. En ocasiones llegó incluso a dar la sensación de estar amplificada.

Lo mejor de esta representación, sin duda, fueron las voces: protagonistas y comprimarios formaron un elenco de más que notable y homogénea calidad que llevó la emoción a los espectadores que llenaban el teatro. Destacó el protagonismo vocal de Gregory Kunde, tanto en sus arias como en los dúos y concertantes que se prodigan a lo largo de la función.

El Renato de Juan Jesús Rodríguez tuvo el alma verdiana que este barítono siempre imprime a sus personajes del autor de Busseto. Por su parte, Saioa Hernández impregnó de dramatismo del grande a su Amelia, pese a no encontrarse en la mejor forma física según se anunció por megafonía. La brevedad del papel de la adivina Ulrica no impidió a la mezzo Marianne Cornetti dar otra lección de actuación y canto en todos los registros de su voz.

De los comprimarios destacó la gracia y frescura de Marina Monzó como Oscar; el buen hacer técnico y la honradez artística siempre presentes en Pablo Carballido, esta vez como Juez decano; la voz y presencia escánica de Pedro Martínez Tapia, especialmente como el marinero en su consulta a la adivina del primer acto. Los dos conspiradores tuvieron cuerpo y voz idóneos en los bajos Cristian Díaz y David Sánchez.

La habitual gran labor de Ramón Tébar en la dirección musical se apreció en su siempre correcta concertación y en lograr extraer lo mejor de los conjuntos, pese a los serios problemas del foso arriba mencionados. El Coro Gaos mostró, junto a su correcta afinación habitual, una precisión en ascenso pero aún mejorable.

Su actuación, cantando siempre en correcta e invariable formación, puede ser debida a su inexperiencia junto a las candilejas o a una dirección escénica que tiende a la rigidez en los grupos. Junto a esta característica, la dirección de Mario Pontiggia mostró su tendencia a dejar una enorme libertad actoral a los protagonistas, que casi se convierten en sus propios directores, a llegar hasta el detalle en secundarios.

La producción es de Amigos de la Ópera de A Coruña en colaboración con Amigos Canarios de la Ópera. Lo mejor, la sobriedad y versatilidad de los elementos corpóreos del decorado, a los que se da diferentes usos a lo largo de la función. La iluminación, realizada por Santiago Mañasco, fue eficaz, con claridad en las estancias, misterio en la morada de Ulrica y tenebrosa oscuridad en el campo del patíbulo. El vestuario –del propio Pontiggia con la colaboración de Claudio Marín- es correcto en general hasta la escena del baile de máscaras que da nombre a la función.

En esta, el colorido que aporta el considerable tropel de coralistas y figurantes marca adecuadamente el contraste de la fiesta con el drama que se avecina. La casi completa homogeneidad, sin embargo –salen todos vestidos de chino-, es impropia de un baile de disfraces. Finalmente, la rígida escasez de movimientos de sus elementos –sólo bailan Oscar y cuatro o cinco figuras alrededor de este personaje- resta la verosimilitud necesaria a la escena.

En cualquier caso, es de admirar cómo se llega a producir una ópera con los escasos recursos de los que dispone la asociación organizadora. No solo por reunir un elenco vocal de primera calidad sino –también y muy principalmente- por el casi milagroso trabajo de quienes nunca salen a escena a recibir los aplausos del público.

Toda una legión, mínima en número por el presupuesto y enorme en eficacia por su entusiamo, de personas encargadas de maquillaje, peluquería, vestuario, manejo de la iluminación y maquinaria y -muy especialmente por el milagro que supone la coordinación por una sola persona de tanto personal- del regidor, Luis López Tejedor.

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