Ensaimada o coca de albaricoques
Existe otra interesante pieza maestra de la repostería insular popular que se mantiene sin necesidad de literatura antigua
A pesar de la omnipresencia de la ensaimada (y del sinfín vertiginoso de frivolidades) existe otra interesante pieza maestra de la repostería insular popular que se mantiene sin necesidad de literatura antigua, autor, campañas ni documentación exhaustiva: La coca (dulce) de albaricoques.
Apetitosa, singular, austera, casi es obvia su compañía al final de las comidas de verano, que puede redundar con el helado.
Puede ser recurso para la merienda matinal o vespertina. Está ausente en general de las cartas de los restaurantes. Tampoco se han instalado en el mercado variaciones bárbaras o sutiles, algo que es tan contaminante para la astronomía autóctona privada y ya se dijo para la ensaimada. Una variante muy extendida de coca combina, de manera alterna, los albaricoques partidos con tajadas de sobrasada. Un juego de hoyos y jugos, de dulce y salado.
La coca humilde del verano es un eco del que fue el paisaje insular, nació de una de las pocas frutas locales de temporada, de jardín, viña, huerto sin riego intensivo. En las islas, de común, había un puñado de variedades de ciruelas, cientos de higos de familia y linaje distintos, algunas manzanas, ciertas peras pequeñas, muchas clases y toneladas de almendras, bastantes albaricoques y pare de contar.
La presentación repostera del albaricoque surge de la necesidad, de la economía de subsistencia, del exceso de fruto y la obligación de rentabilizar su cosecha. La imagen concreta de la coca de albaricoques parece un cuadro, un collage de oportunidad, un manifiesto del producto.
Antoni Tàpies, en 1964, creó una pintura, abstracta, que sin pretenderlo evoca el artefacto gastronómico insular, un lienzo con golpes organizados, que se exhibe en el exquisito museo de la Fundación Juan March de Palma (el de la calle san Miquel).
Los frutos (frescos, de temporada, en sus orígenes, ahora de conserva almibarada), entorpecen y ennoblecen el plano de la ofrenda repostera. Los albaricoques partidos, con su corazón al cielo, quedan situados en un lecho de masa de harina que crece con huevos ocultos, con las claras y las yemas subidas de manera individual. Hay variantes privadas sobre la ayuda de leche, qué tipo de aceite o manteca de cerdo y la oportuna levadura.
La imagen organizada del damero comestible, esa tarta grande, más bien alta, gruesa y esponjosa, plasma, austera, una carta de invitación para el deseo. En can Biel de Porreres, un horno local de paso, sin pretensiones, elaboran cada día una de las mejores interpretaciones de la coca de albaricoques. Para resolver el dilema con la ensaimada, la hornera afirma que usa la misma masa del postre circular en serpentín. El aval inicial es de Jaume Munar, poeta y filósofo (y empresario) que predica en Múltiplex de IB3 ràdio con Sergi Marcos y Cati Moyà.
Porreres es capital del paté de cerdo, de alguna marca —no todas— de buena sobrasada no corrupta y en especial queda como el país albaricoque fresco, seco, en conserva e interpretado en orejones con chocolate. Allí es lógica la coca. Es muy celebrada y distinta, en la vecina Felanitx, la cosa del horno de can Figaseca, can Maikel, el veterano cineasta y cronista local. En cada pueblo —en Muro, Santa Margalida, Campos— tienen su rango de estrellas y debilidades privadas.
Está en proceso de cese la rutina histórica necesaria del obrar y hornear al modo clásico. La debacle de hornos y pastelerías habituales supone una hecatombe social, cultural. La población se queda sin pan, sin buen pan, además sin las pastas saladas y pastas dulces que educaron y consolaron los paladares de la población en siglos.
En este vértigo de ausencias será retórica la duda entre la ensaimada y la coca. Aún se milita en la ejecución diaria en cientos de lugares públicos y casas particulares, un bello gesto de solidaridad familiar y vecinal. Queda esa huella de ejecuciones simples, honestas, sabrosas.
Es una estampa bella por los hoyos rosados, de albaricoques partidos, que marcan rayas y porciones sobre la piel terrosa de la pasta horneada, antes de su lluvia de polvo de azúcar —decorativa no necesaria—.
Es una obra con vocación colectiva porque su gozo es a pequeñas porciones. En los hornos así las venden, a mitades, cuartos o porciones. Es una minucia, arte de la gastronomía privada popular, materia de pueblo y barrio —aquello que fue y ya no existe— como un cuadro o una cerámica vulgar con agujeros.
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