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ORQUESTAL / Pink Martini

El hermoso espejismo

El Price acoge a los 12 artistas con su música de siempre y para siempre

Pink Martini, en su actuación en el Circo Price.
Pink Martini, en su actuación en el Circo Price.

Nos consta: Thomas Mack Lauderdale es un hombre no exento de tribulaciones. Como todo el mundo, vaya. Su inmenso mérito a lo largo de estos últimos 20 años, y seguramente la razón principal por la que Pink Martini suman miles de conciertos y tres millones de discos vendidos, es esa capacidad para quitarse todas las rémoras, miserias e inmundicias de encima cada vez que pisa un escenario o un estudio de grabación.

Este Martini Rosa no es solo una banda musical o una orquestina. Ejerce también como fármaco, elixir y placebo. Puede que muchos de los 1.550 ciudadanos que este domingo acudieron al Price (testigo ya en 2012 de una noche martiniana imborrable) fueran reincidentes. No importa. En el feliz universo de estos 12 artistas no existe lugar para la rutina. Siempre suceden cosas lindas. Con cierta frecuencia salta alguna chiribita que otra. O Lauderdale pregunta por nacionalidades entre el público y aparece un espontáneo árabe para canturrear Al bint y tres turcos a la hora de Askim bahardi. Y así, durante dos horas bien apuradas, los correligionarios participan desde las gradas de la dulce mentira, de ese hermoso espejismo de un mundo feliz.

Ayer volvimos a participar de ese ritual. Entró Lauderdale por el extremo izquierdo como una exhalación, con la sonrisa amplia y picaruela, menudo como es y atropellado como el cuerpo siempre le pide estar. Trastabillando con los dedos sobre las teclas del piano como si el aleteo de sus manos fuera un mágico ejercicio azaroso. Y a rebufo de ese pequeño huracán de pelo rubio teñido y disparado se confabulaban otros 11 artistas, muchos de ellos siempre entretenidos con cacharros de percusión. De esa manera, el contagio de bienestar resultaba fulminante e incontrolable como una riada que se expandiera por entre las butacas.

Evidentemente, el grueso de las miradas, atenciones y suspiros los capitaliza China Forbes, la primorosa cantante original, con lo que en esta gira nos hemos quedado sin la torrencial y explosiva Storm Large, una mujer cuya autobiografía (Lo bastante loca) alguien debería traducir al castellano. Escoger entre China y Storm equivale a la clásica disyuntiva entre papá y mamá: lo ideal era cuando los dos estaban en casa. En ausencia de una, Forbes lo abarca todo con esa elegancia supina. Es tan impecable que Piensa en mí, por ejemplo, le acaba quedando demasiado académica, necesitada de ese dolor de las heridas cuando supuran. Pero la avalan todos los kilómetros del mundo a sus espléndidas espaldas, ese savoir faire que cualquiera desearía para sí en una compañera de viaje.

La travesura queda en manos de la cabaretera Meow Meow, un volcán impredecible que para su interpretación de Ne me quitte pas usó (ese es el verbo) a dos espectadores de las primeras filas para que la sujetaran, acariciasen y se postraran a sus pies mientras los demás ocupantes de la platea suspirábamos por la invisibilidad. Y las sorpresas no paran de sucederse: el percusionista cubano Miguel Bernal se transmuta en un cantante sencillamente delicioso con Yo te quiero siempre, y siempre queda la baza de Timothy Nishimoto, el japonés con las rodillas más bailongas del lejano oriente, para erigirse en la voz cantante en tres o cuatro momentos durante la noche.

Quizá hayan perdido Pink Martini una pizca de sorpresa en sus álbumes, tan volcados en las versiones (de las procedencias más dispares y en decenas de idiomas distintos) que añoramos algunas piezas propias tan sobresalientes como Hey, Eugene o Je ne veux pas travailler, la canción que les abrió todas las puertas. Pero son objeciones relativas, empequeñecidas ante la evidencia: si existe en el mundo una orquesta capaz de mover a la sonrisa, tiene el cuartel general en Portland y ejerce, como su propio nombre sugiere, de dulce coctelera estilística y geográfica. Música de siempre y, previsiblemente, para siempre.

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