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Ver y dejarse ver

El sonido de Allen se ha ido empequeñeciendo, pero a sus 81 años tampoco puede pedirse más

Woody Allen acompañado por la New Orleans Band en Calella de Palafrugell.
Woody Allen acompañado por la New Orleans Band en Calella de Palafrugell. DAVID BORRAT (EFE)

La única noticia destacable de la noche fue que finalmente no llovió. A eso de las 20.30 un chaparrón impresionante asoló los alrededores del Botánico de Calella de Palafrugell (Girona). Sin embargo, media hora más tarde, cuando Woody Allen llegó al recinto en un Mercedes negro, en mangas de camisa y con un sombrero oscuro calado hasta la nariz (no sería ni por frío ni por sol, probablemente sea necesario mantener la imagen en todo momento), los nubarrones se habían replegado dejando una cierta brisa que se agradecía.

Pasaban pocos minutos de las diez cuando Allen inició su concierto en el festival de Cap Roig ante un auditorio casi lleno. No era la inauguración del certamen, pero lo parecía: cientos de caras de mediana edad risueñas, algún paraguas en mano de los más descreídos, atuendo muy casual, con pinta de estar allí para ver y, sobre todo, para dejarse ver más que para oír música. Bullicio, copa en mano, previo al concierto tanto en el village como en el claustro reservado para VIPs.

Mucho más ambiente entre el público asistente que sobre el escenario, donde la verdad es que pasaron pocas cosas. Woody Allen (todavía en mangas de camisa pero ya sin sombrero) rodeado de seis músicos sumamente eficaces se sumió en su melancólica recreación del jazz más tradicional, llámesele dixieland o New Orleans tanto da, a lo largo de setenta escasos minutos (bises incluidos). Melodías alegres y saltarinas como las que pueblan las bandas sonoras de sus películas y que pueden gustar incluso a los que odian el jazz.

El director de cine demostró en cada tema su amor por esta música, sonriente y concentrado

Allen no es un jazzman, lo proclama a quien quiere escucharle, su propuesta es más amorosa que profesional y eso se le agradece, pero los resultados distan mucho de lo que puede esperarse de un concierto. El sonido de Allen se ha ido empequeñeciendo con el tiempo, a sus 81 años tampoco puede pedirse más pero, por momentos falto de fuelle y con algún problema de caña, parecía más estar tocando un kazoo que un clarinete. Jugando con los sobreagudos obtiene una sonoridad sumamente zafia que, si al principio molesta, al final se acaba tomando como una broma, un toque personal. Eso sí, demostró en cada tema su amor por esta música: sonriente, concentrado, marcando el ritmo con el pie izquierdo y, aunque pareciera que se adormecía cuando no tocaba, aplaudiendo a sus compañeros tras un solo. No tocó demasiado y habló aún menos, lo justo para dar las gracias de rigor y presentar a la banda, pero su sola presencia ya llenaba el escenario: se trata de ver al cineasta, no de escuchar al intérprete.

Por suerte sus músicos, su grupo habitual de estos últimos años dirigido por el banjista Eddie Davis, estuvieron siempre a la altura: un buen ritmo constante y melodías que, a pesar de caer a menudo en el tópico, sonaban potentes y pegadizas. Incluso su pianista, Conal Fowkes, se permitió cantar en castellano el estribillo de una canción de Lecuona.

Noche simpática, sin engaños ni promesas incumplidas, con poca música y lo suficientemente corta como para que nadie se cansara

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