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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Aguafiestas

Conmemoremos el 15-J del 1977; pero sin idealizaciones ni autoengaños, con el mismo espíritu crítico y rigor analítico que aplicamos a otros procesos históricos

Suárez vota el 15 de juny de 1977.
Suárez vota el 15 de juny de 1977.M. Flórez

Los lectores me disculparán que, por una vez, ejerza el papel que sugiere el título de este artículo. Lo considero justificado y hasta útil, aunque sólo fuese para compensar un poco la estomagante apoteosis de autocomplacencia que ha acompañado al cuadragésimo aniversario de las elecciones del 15 de junio de 1977. No, no se trata de minimizar esa fecha, ni menos aún de cargarse la transición entera; pero sí de explicar —sobre todo, a los más jóvenes— que, lejos de ser la epifanía democrática hoy descrita por muchos, aquellos comicios —y, por tanto, sus consecuencias políticas— estuvieron sujetos a serias limitaciones y graves condicionamientos. El primero de los cuales era su origen jurídico: la Ley para la Reforma Política aprobada por unas Cortes sin legitimidad ni base democrática, y ratificada mediante un referéndum de factura dictatorial.

En un artículo apologético del 15-J-77 aparecido aquí el mismo día de la efeméride, el profesor Francesc de Carreras evocaba ciertos textos suyos publicados cuatro décadas atrás en el semanario barcelonés Arreu, y admitía: “No recuerdo lo que escribí”. Es normal, pero para eso están los archivos; y felizmente el mío conserva los tres números de Arreu (9, 10 y 11) donde aparecieron los análisis del constitucionalista.

Su planteamiento es impecable, el de cualquier demócrata en aquellos momentos. Extremadamente compleja e incluso contradictoria, sutil, cauta y hábil, la Ley para la Reforma Política tenía un potencial democratizador que, sin embargo, sólo podría desarrollarse si se cumplían ciertas condiciones, entre ellas la “libertad para todos los partidos políticos” y su “libre participación” en las elecciones.

Es obvio que tan crucial requisito no se dio. Aquel 15-J decenas de partidos —aquellos que cuestionaban el orden socioeconómico, o la forma de gobierno, o la unidad del Estado, o incluso la dinastía reinante— no estaban legalizados ni pudieron competir en igualdad de condiciones. Eran los situados a la izquierda del PCE-PSUC más algunos (Esquerra Republicana, el Partido Carlista...) a su derecha, unos y otros forzados por el Gobierno de Suárez a camuflarse bajo marcas de ocasión o en agrupaciones de electores. Sólo en Barcelona hubo cuatro candidaturas, que reunían a por lo menos 12 partidos ilegales.

En aquellas piezas periodísticas escritas a finales de 1976, el doctor De Carreras señalaba acertadamente otra sombra que oscureció el 15-J: el Senado, “poco representativo de las amplias corrientes del país” debido a su elección mayoritaria y no proporcional, basada en el territorio y no en la población y con el añadido de 41 senadores de designación real. Exceptuado este último elemento, todavía seguimos más o menos igual...

Si las elecciones de junio de 1977, pues, estuvieron muy lejos de la ejemplaridad democrática (¿hemos olvidado ya el uso abusivo que la UCD hizo de los recursos y los aparatos del Estado, montando sus candidaturas desde los gobiernos civiles?), la legislatura constituyente que surgió de ellas iba a adolecer de debilidades consecuentes con su origen y con la perfecta continuidad, sin ruptura ni depuración alguna, de las estructuras de poder franquistas.

Hoy son públicas y notorias las presiones e interferencias de la cúpula militar mientras los padres de la Constitución redactaban los títulos Preliminar y Octavo de la Carta Magna. Pero, para no hablar siempre de lo mismo, dirijamos el foco hacia otro terreno bien sensible: los comportamientos de las fuerzas policiales. Según el exhaustivo estudio de la hispanista francesa Sophie Baby, Le mythe de la transition pacifique. Violence et politique en Espagne (1975-1982) —que, curiosamente, no ha encontrado editor en castellano—, entre enero de 1976 y octubre de 1977, las actuaciones de los cuerpos de seguridad del Estado causaron un mínimo de 50 muertos, 18 de ellos abatidos por participar en una manifestación. Eso, sin contar las simultáneas acciones de una extrema derecha más o menos parapolicial y llamativamente impune. Es dudoso que, en tales circunstancias, una precampaña y una campaña electoral puedan ser calificadas de democráticas y libres.

Insisto: la intención de este artículo no es deslegitimar el reencuentro de los españoles con las urnas tras 40 años de ayuno forzoso, ni la Constitución subsiguiente, ni el edificio institucional construido sobre ella. Conmemoremos en buena hora el 15-J-77; pero hagámoslo sin idealizaciones retrospectivas ni autoengaños, aplicando a aquellos acontecimientos el mismo espíritu crítico e igual rigor analítico que aplicamos a otros procesos históricos.

Joan B. Culla i Clarà es historiador

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