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FESTIVALES DE MÚSICA

Las salas dan la nota

Los festivales en locales, donde músicos y público se sienten más cerca que en los grandes eventos, se han convertido en una seña de identidad de la capital

GPS7 en la sala Clamores el pasado 20 de abril.
GPS7 en la sala Clamores el pasado 20 de abril.

La euforia que ha suscitado el Mad Cool, que se celebra en julio y hace semanas agotó las entradas, no solo se debe a su fastuoso cartel, sino a que la capital llevaba años reclamando un gran festival de música. Un formato que no terminaba de cuajar por una explicación sencilla: el hábitat natural de la música capitalina son los festivales pequeños, los de medio aforo, los de salas.

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No es fácil dar un número concreto de locales de conciertos que operan hoy en Madrid por la burocracia —que se enmadeja con cada gobierno municipal—. El World Cities Culture Forum, dedicado a la consultoría internacional del sector cultural, se aventura con un listado: la capital contaba en 2014 con 92 salas, muchas menos que las 320 de Londres o las 453 de Nueva York, aunque estas dos ciudades casi triplican su población.

Además de programar conciertos con frecuencia, las salas sirven de alojo a las decenas de festivales que acontecen cada año en Madrid. “En recintos cerrados las bandas se aprecian mejor”, opina Paco Fernández de Holy Cuervo, promotora del Get Mad, que programa más de 30 bandas en tres salas del centro (26 y el 27 de mayo). “Reivindicamos la sensación de barrio y lo integramos en un festival. Aparte de la música ofrecemos arte, gastronomía... y todo lo que ofrezcan los locales de barrio”. Es el ejemplo de un festival que no va a las calles, sino que sale de ellas.

El mismo apego al barrio aplica Villamanuela, que se celebra en octubre en locales de Malasaña y alrededores. Cuidan el cartel de cada año con mimo. “No tenemos mucho presupuesto, así que buscamos bandas internacionales que presentimos que tendrán mucho éxito a medio plazo”, explica Edu García, de la promotora Giradiscos. Les ocurrió con los ingleses Sleaford Mods: “Cerramos el trato por 400 euros, y cuando vinieron a tocar ya eran cabeza de cartel en muchos festivales y quintuplicaban su caché”, cuenta García. Opina que las salas en Madrid están menos profesionalizadas que en Barcelona, pero lo ve como una ventaja: “Los promotores jóvenes tienen más espacio”. Y pone un ejemplo: “El Café de Berlín cerró, pero enseguida lo movieron a otro sitio y nueva gente programó su música, para un aforo mayor. Hay movimiento”.

Eso no significa que la relación entre las salas y los promotores sea idílica. “Muchas veces traemos a artistas extranjeros que apenas pueden tocar media hora, porque a partir de las once quieren convertirse en un local de copas, que les da más dinero”, dice Rubén Scaramuzzino, programador de Días Nórdicos, especializado en músicos escandinavos. “A mucha salas no les gustan los festivales”, añade García, “porque la gente va de una a otra para ver los conciertos, y se toman la lata de cerveza por la calle. No consumen. Hay locales que me han amenazado con cobrarme 2.000 euros más por cada media hora que se prolongara un concierto”.

Uno de los propietarios de la Moby Dick, Alberto Delgado, explica: “Una sala de conciertos es una carrera de obstáculos. El Ayuntamiento no pone facilidades, cada vez son más estrictos con los horarios y permisos. Vivir de esto es complicado”. El organizador del festival Madrid es Negro, Fernando Roqueta, da con el punto medio: “A veces no hay presupuesto para diseñar un cartel a tu medida, y hay que aprovechar a los músicos que están de gira por el país. Las salas permiten traerlos y juntarlos en un festival. En nuestro caso, estrellas internacionales del jazz y el blues. De otra manera, el público no podría disfrutarlos”.

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