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El OJO DE PEZ

Olores perdidos de comida en la ciudad

La sustitución del tejido comercial, la expulsión de habitantes de los núcleos históricos y la devastación de la cultura gastronómica tradicicional es un drama

Los olores de las comidas, los alimentos crudos u horneados, configuran un rastro efímero de civilización.
Los olores de las comidas, los alimentos crudos u horneados, configuran un rastro efímero de civilización.Gianluca Battista

Un vaho amable aparece de pronto en la calle, un viento de tierra caliente y sugerente que explica donde nacen ensaimadas. El aliento del portal del horno es harinoso y dulzón de la masa y el pan como deben ser. A veces, ocurre una atracción menor, los soles cálidos de las galletas de aceite, de barco, de Inca, fuertes, crujientes.

El huerto se ofrenda extendido en las cocas de verdura, envite y llamada de meriendas laborales, los desayunos de media mañana. Raramente el eco mineral y goloso del chocolate espeso llama en solitario. Antes, frente a los casinos se notaba el aroma barnizado del café torrefacto, negocio de contrabandistas, entre chimeneas de fumadores macerados en alcohol destilado. Una ciudad que fue marinera o nació alrededor del puerto, flota en sus olores, nieblas y brisas, el salitre y el fuel y, antes, el pescado seco en redes, perdido.

La primavera es, también, el hinojo y el perfume payés de los caracoles hervidos, y la claridad que imanta de los sabores minerales del frito -las vísceras desmenuzadas, más todas las verduras. En el mar encendido de aceite flota el gran qué del pescado frito, tan impactante en el ambiente.

Un mensaje sin control ni misterio identifica en el aire el arroz de pescado. El secreto se hace atractivo oculto en las empanadas tibias. Un festival sucede en la sartén y en el entorno con el suceso de las costillas fritas, pocos ajos y las patatas bien hechas. Las inevitables liturgias de la lechona o la pierna de cordero al horno crean vapor y escultura en la entidad de la carne. Las estaciones también evidenciaban su perfume en las calles y cocinas.

Un ramillete de olores, aromas, perfumes y buenos humos de fuegos de cocina u horno, pintaba las rutas urbanas y las vidas de los habitantes y visitantes de las ciudades. La memoria sensorial parece que es de las más sensibles entre los animales y humanos. Los sentidos articulan una idea del recuerdo, mueven la curiosidad del transeúnte, porque los barrios tuvieron su olor propio característico.

La ciudad son muchas cosas, un millón de detalles, era, mejor dicho. El ambiente invisible de las ciudades se concretó también, en un relato de los aromas y olores agradables, perfumes delicados o potentes de tiendas, mercados, panaderías, restaurantes, casas privadas con buena cocina, aunque humilde.

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El penúltimo y multifotografiado horno antiguo de Ciutat, Palma, el del Teatro, cierra, se pierde una postal ahora y del pasado, un mostrador cultural donde servían piezas tradicionales. Identitarias, dirían. A cien pasos de este lugar mutilado cerró no hace años cas Net, los de los cuartos embetumants, las empanadas de guisantes y cazón de Cuaresma —un día, a la semana, el viernes de abstinencia— y las empanadas de butifarra —botiflers, sin carne y solo de frutas confitadas—. Enfrente de la misma plaza fue aniquilada estética y gastronómicamente can Frasquet, santuario secular de tartas reales, quemullars, turrones y bombones —y empanadas secundarias.

La sustitución del tejido comercial, la expulsión económica de los habitantes habituales de los núcleos históricos, la devastación de la cultura gastronómica tradicional, es un drama social, generacional también.

Cientos, quizás miles, de obradores de pan y pasteles artesanos, cuyos hornos-estómagos digerían leña y fuego han pasado por la ley de la oferta inmobiliaria y de la extinción generacional. Las imposiciones sanitarias, de la UE, las presiones de los nuevos vecinos, han hecho el resto. Todo más sueco, urbano o alemán. Los olores y los sonidos —la lengua— ya no son los mismos.

La caminata del transeúnte se hacía curiosa en la sucesión de vahos amables de portales, ventanas y chimeneas de panaderías —casas y bares— que animaban al recorrido urbano, situaban hitos sensoriales. Los olores de las comidas, los alimentos crudos o apenas horneados, configuran un rastro efímero de civilización.

La nostalgia —y tantas veces la temeridad inventiva— es el combustible de los gastrónomos, comedores, cocineros, críticos y menjamiques. Este no es el caso.

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