El precio de denunciar la corrupción
Al contrario que en los delitos de terrorismo, los grandes partidos no suelen hacer llamamientos a la colaboración ciudadana en el terreno de la corrupción política
Tocamos a 1,8 procesados al día por corrupción política. Son sesudos números del Consejo General del Poder Judicial correspondientes a 2016. Para los defensores de la presunción de inocencia —que acostumbran a ser detractores de la “pena de telediario”— ahí va otro dato: el 76% de las sentencias emitidas a lo largo del año pasado fueron total o parcialmente condenatorias.
Al contrario que en los delitos de terrorismo, los grandes partidos no suelen hacer llamamientos a la colaboración ciudadana en el terreno de la corrupción política. Cualquier atisbo de denuncia acostumbra a ser tildado de acción revanchista con ánimo de linchamiento. Los poderes, que por algo lo son, presionan de oficio y cuando no logran sus objetivos suelen culpar al mensajero de alimentar el desprestigio de la política. Lo habitual es que un periodista que investiga casos de corrupción política o económica reciba prudentes recomendaciones, que pueden degenerar en presiones y amenazas.
En ese contexto se entiende el valor del denunciante de corrupción, trabajador de la Administración a quien se le hace la vida imposible y que acostumbra a ser apartado abruptamente de su empleo. Hay casos de manual como el de Ana Garrido, denunciante de la trama Gürtel; Fernando Urruticoeechea, interventor que ha peregrinado por siete ayuntamientos; el ex teniente Luis González Segura, expulsado de las Fuerzas Armadas por novelar sobre la corrupción en la institución; Azahara Peralta, que negó su firma a unos sobrecostes en la empresa pública Acuamed... Los catalanes, por si alguien pretende apelar al hecho diferencial, no somos ni más modernos, ni más europeos. Puro espejismo nacional. La celebración de los juicios de los casos Palau y Pretoria nos devuelve la imagen de nuestra vetusta realidad.
Joan Llinares, director general del Palau desde que estalló el caso hasta que Convergència volvió al poder en 2010, desarrolló su labor a contracorriente. No en vano el coliseo modernista había sido el canal mediante el cual CDC se financiaba supuestamente gracias a presuntas donaciones de Ferrovial, a cambio de obra pública. Entre otra documentación, Llinares halló una carpeta sobre la construcción de la Línea 9 del metro y la Ciudad de la Justicia, “con unos presupuestos y unas operaciones de desglose y donde había reflejado un 4,5%”, según sus propias palabras. ¿Qué hacía tanta obra pública en el Palau? Las curiosidades no acabaron ahí: cinco días después de la destitución de Millet y Montull, “la trituradora estaba en marcha y en la planta de contabilidad se estaban destruyendo documentos”, declaró el ex director general.
Llinares se retiró a finales de 2010, antes de que los nuevos inquilinos del poder —CiU— pudieran echarle. No corrió la misma suerte la interventora interina del Ayuntamiento de Santa Coloma de Gramenet Maite Carol, que colaboró a requerimiento del juez Baltasar Garzón en la investigación del caso Pretoria de corrupción urbanística que afectaba a ese municipio. Estos días del juicio, han vuelto a resonar la grabaciones de las conversaciones telefónicas entre Bartomeu Muñoz, ex alcalde socialista de Santa Coloma, y Luis García Sáez, Luigi, ex diputado del PSC. “Hay que echarla; quién coño se cree que es esa puta interventora”, le decía Luigi al alcalde, quien, a su vez, la tachaba de “hija de puta” en estos diálogos.
Carol, que se negaba sistemáticamente a dar luz verde a informes poco claros, fue apartada de sus cargos por la actual alcaldesa socialista, Núria Parlon. Primero se le negó el acceso a los consejos de las empresas municipales, luego alguien pidió justamente su plaza de interventora, ya que ella era interina. Un cargo autonómico le llegó a sugerir que si no armaba revuelo podría seguir en la Administración. Ahora es directora financiera de la red de librerías La Central. Igual que Llinares en el caso Palau, ella observa ese banquillo de fichajes del caso Pretoria, que ha hermanado a socialistas y convergentes: Bartomeu Muñoz se llevó, presuntamente, 1,7 millones de euros de lo que el fiscal considera ganancias ilícitas; Luigi, casi seis millones, al igual que Lluís Prenafeta, que fue mano derecha de Jordi Pujol, mientras que Macià Alavedra, ex consejero de convergente de la Generalitat, se hizo con 3,2 millones.
Ellos vivieron la “pena de telediario”. Toda España los vio esposados, cual cuerda de presos, camino de la Audiencia Nacional. Prenafeta sintió que vivía en un “Estado de terror”. Hay sensibilidades para todo. Quien tuvo el valor de no avalar irregularidades se quedó sin trabajo. Denunciar la corrupción tiene precio incluso en un Estado de Derecho.
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