El pecado original europeo
No basta con el 'Himno a la alegría’ para sentirnos conciudadanos. Se ha formado una élite europea que se siente depositaria del proyecto y alejada de la ciudadanía
Europa sesenta años después: ¿en aquellos orígenes estaban ya los lodos que han convertido la Unión en un pantano? El nombre de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (1951) que precedió al Tratado de Roma y, por tanto, a la fundación de la Comunidad Económica Europea (1957) es elocuente por sí mismo. El carbón y el acero eran materiales que simbolizaban la guerra. Era contra la guerra que nacía el impulso unificador del continente. Con el exterminio nazi y la segunda Guerra Mundial, Europa había alcanzado el último salón de los infiernos. Se fue configurando así una superego colectivo: nunca más las matanzas entre europeos. Si las naciones de Europa conseguían juntarse en un proyecto común sus guerras tomarían la forma más execrable: la guerra civil. Y así se configuró el tabú que debía dar fundamento a Europa, en plena guerra fría, con el orden soviético en el noreste y dictaduras neofascistas en el sur, y con un renacer democrático en el centro después de unos años en que la democracia había desaparecido por completo del continente.
El nombre del segundo paso, Comunidad Económica Europea, también es significativo: un mercado común. La decisión fue empezar por la economía, dando por supuesto que si esta vía funcionaba lo demás se daría por añadidura. Se podría evocar la doctrina de cierto marxismo vulgar: la determinación económica en última instancia. La infraestructura económica como terreno en el que fertilizan las superestructuras políticas, culturales e ideológicas.
Pero hemos visto a lo largo de las últimas décadas cómo el carácter determinante de la economía era asumido como dogma por las doctrinas del espectro liberal y conservador. La etiqueta neoliberal que se utiliza hoy para identificar el economicismo vigente, la empleó mucho antes Michel Foucault para describir el proceso seguido en Alemania, en tiempos de Konrad Adenauer, que concuerda perfectamente con los orígenes de la Unión. Después del exterminio y la derrota, en Alemania, a diferencia de Francia con el mito gaullista de la resistencia, no se encontraban fórmulas para dar legitimidad histórica al nuevo régimen. Y a Ludwig Erhard y sus consejeros se les ocurrió apelar a la legitimación por la economía y nació así el “milagro alemán”.
La economía como base constructiva de la Unión. Pero el problema no ha sido tanto el carácter económico de partida del proyecto, que podía ser inevitable, sino el enorme retraso en incorporar a la ciudadanía al proceso y el descuido de la dimensión cultural, factor esencial para que los europeos se sientan parte de un proyecto común. No basta con el Himno a la alegría de Beethoven para que nos sintamos conciudadanos. En este vacío, se formó una elite europea, que se sentía depositaria del proyecto, con una imagen elitista, corporativista y alejada de la ciudadanía. Y la ausencia de lazos políticos y culturales que trenzaran espacios compartidos ha contribuido poderosamente a que la Unión haya llegado hasta aquí sin haber superado la condición de tratado intergubernamental, sin haber encontrado una fórmula de articulación supranacional que lo trascienda. Con la moneda única se pretendió forzar la dinámica unitaria, pero las bases políticas y culturales seguían siendo demasiado débiles.
Cuando por fin se quiso incorporar a la ciudadanía al proyecto, con el referéndum de la Constitución, era demasiado tarde. Francia y Holanda dijeron no. El proceso se paralizó y la brecha la aprovechó el neoliberalismo para acabar de desmantelar el débil tejido comunitario. Si el referéndum puso en evidencia el déficit político democrático, la paulatina incorporación de los países del Este a partir de 1989 ha ido poniendo de manifiesto el déficit cultural. Y ahora descubrimos con estupefacción que hay países marcados por una historia reciente distinta a la nuestra que se manejan mal en la cultura liberal y que tienen prejuicios sensiblemente distintos a los nuestros.
Más allá de las grandes proclamas de ritual, más allá de la debacle intelectual que nos transmite la obscena repetición de que pese a todo estamos en el mejor de los mundos posibles, el 60 aniversario del Tratado de Roma debería ser el de la exigencia de construir un modo de organización supranacional propio —Europa nunca será un superestado nación modelo Estados Unidos— basado en la implicación ciudadana, a través de la política democrática, y en la interrelación cultural. Si arrastramos indefinidamente el economicismo como pecado original, Europa no tendrá salvación.
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