Fulgor y muerte de la adolescencia
Desde su apertura el Teatre Gaudí ha acogido producciones de pequeño formato que han sido la sorpresa de la cartelera, como el 'Despertar de la Primavera'
Hablar de una escena off en Barcelona es los mismo que calificar un piso de 70 metros cuadrados de un solo espacio como loft. Un generoso ejercicio de apreciación. Existen lugares para el inconformismo, pero sólo la rutina del abandono de la curiosidad los convierte en escenarios alternativos al circuito oficial. La ciudad es un paisaje teatral accesible incluso en sus límites. Aun así hay aldeas galas, reductos que se asemejan por su romántica resistencia numantina a rincones similares en Nueva York o Londres. Así se puede ver la oferta dedicada al musical que programa el Teatre Gaudí Barcelona. Desde su apertura ha acogido producciones de (aparente) pequeño formato que han sido la sorpresa de la cartelera barcelonesa.
Su último éxito es El despertar de la primavera, el musical de Steven Sater y Duncan Sheik que nació como una producción off-Broadway en 2005 para emprender después su fulgurante carrera en Time Square con el respaldo de un puñado de premios Tony, incluido el de mejor musical. Un título que nace por tanto en un entorno en lo que cuenta es el talento desnudo, sin la ayuda externa de la gran maquinaria escénica para estimular y obnubilar los sentidos, también el crítico.
El despertar de la primavera
De Steven Sater y Duncan Sheik, musical basado en el drama de Frank Wedekind. Dirección: Marc Vilavella. Dirección musical: Gustavo Llull. Intérpretes: Roser Batalla, Roc Bernadí, Mireia Coma, Laura Daza, Bittor Fernández, Dídac Flores, Marc Flynn, Clara Gispert, Eloi Gómez, Jana Gómez, Elisabet Molet, Mingo Ràfols, Àlex Sanz, Clara Solé, Marc Udina. Teatre Gaudí Barcelona.
Eso es lo que encontrará el público que acuda al Gaudí: la entrega de un grupo de jóvenes artistas –por tanto rebosantes de energía e ilusión– en un montaje que exige voces, esfuerzo y agilidad física y recursos interpretativos. Actores sí, porque sigue casi intacto el hiriente conflicto generacional que Wedekind retrata en su tragedia adolescente, en la que se dan la mano el amor y la muerte, mejor dicho el deseo y su misterio mientras acecha en las sombras el mundo de los adultos, con sus leyes, imposiciones y castigos contra todo aquello o aquel que cuestione el status quo.
Hay mucha maldad en El despertar, incluso en la inocencia, como si Wedekind respondiera con descaro bohemio a la represión y sus efectos de La cinta blanca de Haneke. Un musical oscuro, roquero –con la tralla semidomesticada del punk californiano– que sólo en su final hace una luminosa declaración de esperanza estival observado por los fantasmas de los sacrificados en este ritual de crecer y madurar. Marc Vilavella logra que en el reducido espacio y amplio reparto a su disposición se canalice ese complejo mundo de esperanzas y desilusiones en una función casi fiel a sus orígenes. Incluso coloca leves homenajes a otras producciones, como la reposición de 2015 de Broadway que incluía lenguaje de signos para sordos. Lo más destacado de su dirección es el infrecuente equilibrio entre la calidad individual y la colectiva, aunque es en los números de grupo (The bitch of living, Totally Fucked) cuando la sala se transforma en un vibrante espacio de hormonas en incandescencia.
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