Abc, Alcázar, Arcadia, Aristos, Ars...
Muchos nombres de cines de Barcelona empezaban por la letra A para estar bien colocados en la cartelera
Alcázar, Aribau, Astoria, Atlanta, Abc, Alexandra, Alexis, Aquitania, Arcadia, Aristos, Arkadin, Ars, Atenas, Arenas... En Barcelona había muchos cines cuyo nombre empezaba por la letra a. Era una astucia para colocar a las salas en los primeros lugares de las carteleras impresas de entonces. Son nombres que arrastran muchos y muy distintos recuerdos para su público. Y hay toda una literatura sobre este pasado peliculero de Barcelona. Varios libros describen su historia, unos con más ánimo literario y evocativo y otros más cercanos a una enumeración catastral de datos. Jordi Torras, Joan Munsó Cabús, Jordi Izquierdo y, el último, Roberto Lahuerta (Quarentena Ediciones, 2016) lo han hecho.
Y algunos no eran cines precisamente pequeñitos. El Aribau, que sigue vivo, abrió con 1.174 butacas. El Capitol (ahora hay una exposición en la Filmoteca) y El Palacio del Cinema pasaban de 1.500 como muchos otros. El Tívoli tenía 1.643. Y uno de los mayores era el Urgel, actualmente camino de convertirse en un supermercado. Abrió con 1.832 plazas. Eran otros tiempos. Ahora los que no han cerrado o son teatros han sido troceados en minisalas para ahorrar en el mantenimiento y diversificar el riesgo de un fracaso de público. En el siglo pasado, las películas las estrenaban los cines de una empresa y algunos títulos tenían una supervivencia comercial impensable hoy. El cine Aribau se inauguró en diciembre de 1962 con West Side Story y estuvo allí, lo cuenta Lahuerta, hasta octubre de 1964. Los Diez Mandamientos permaneció diez meses en el Coliseum. Una longevidad explicable por las exclusivas en la exhibición y una oferta de ocio y pantallas menos abundante. Y estaban las colecciones de cromos y los pequeños programas de mano que ahora llamaríamos flyers
Las nuevas tecnologías cinematográficas o inventos para mejorar la comodidad de las salas se anunciaban a bombo y platillo. Por ejemplo, la llegada del sonoro o la refrigeración Carrier, esta en los años sesenta. El Cinerama llegó al Paralelo en 1958. Consistía en tres proyectores cubriendo una pantalla enorme con una curvatura para provocar un efecto inmersivo en el atónito público. Lástima que la sincronización de las tres imágenes era inevitablemente perceptible. El Sensorround, en los años setenta, fue una ocurrencia muy breve que se estrenó con la película Terremoto. Para aumentar el realismo de las escenas de hecatombe, se producía una vibración en las butacas. Una vibración que, en algunos casos, percibían también los vecinos del inmueble. La verdad es que era una tontería. El último cine que buscó atraer al público por la aparatosidad técnica fue el IMAX, abierto en 1995 y ya cerrado. La curiosidad no puede mantenerse solo con los metros cuadrados de pantalla. Al tercer documental en 3D sobre la galaxia o la sabana africana, el público desaparece.
A la hora de hablar de los grandes cines abundaban las expresiones como “palacio” o “templo”
No todos aquellos cines eran para todos los públicos. El Publi hizo programación infantil y fue la primera sala de arte y ensayo. Había unos mucho más selectos que otros. El Windsor Palace tenía nueve acomodadores, cuatro botones y un ujier. Otro cine elegante era el Victoria, en la calle Valencia, que durante la guerra civil fue un nido de quintacolumnistas. Joan M. Minguet Batllori ha teorizado esta vocación burguesa de algunas salas a propósito de la Sala Mercè (1904), donde después estuvo el Atlántico, en la Rambla. La Mercè era una sala de espectáculos, no únicamente cinematográficos, “destinada a la burguesía urbana de Barcelona”. Su empresario era el pintor Lluís Graner y la prensa de entonces destacaba la presencia en aquella sala “de las más distinguidas familias de esta capital”. Claro que Minguet también cita las críticas del republicano El Diluvio sobre la religiosidad y distinción de los espectáculos y público del local. Una sala, por cierto, diseñada por Antoni Gaudí. Una obra menor del arquitecto que, sin embargo, estudiosos suyos como Antoni González consideran una pequeña obra maestra por su visibilidad, sonoridad o la elegancia de una iluminación “basada más en la luz que en las lámparas”.
A la hora de hablar de los grandes cines abundaban las expresiones como “palacio” o “templo”. Palmira González ha recogido un texto publicado con motivo de la inauguración del Coliseum en octubre de 1923 donde sus promotores destacan las mesitas de té en los palcos, “una nota de modernidad y buen gusto”. Y el vestíbulo, “regio, de palacio de cuento de hadas”.
En el escalafón más bajo estarían aquellos que, en palabras de Juan Marsé, ofrecían programa doble: NO-DO y paja. Unos cines con olores muy reconocibles: meados y serrín (Marsé) o zotal (Manuel Vázquez Montalbán). Las pajilleras del Padró, por ejemplo, tenían cierto renombre aunque había quien lo discutía y prefería las de otras salas. Curiosamente, el Padró llegó a albergar la Filmoteca Española y terminó en manos de una cooperativa con ganas de hacer buen cine, otro cine, que no pudo sostenerse. En cambio, otras salas dieron su última bocanada con el cine X (Atlanta, Diorama, Roma), un género que también ha emigrado de los cines al uso.
En cualquier caso es la onomástica de una época con cines de pantalla grande y cortinas que convertían el espectáculo de la imagen en un acontecimiento. Ahora, la multiplicación de pantallas ofrece una abundancia audiovisual que explica la pérdida de aquella solemnidad que tenía ir al cine. Tantas y nuevas pantallas (del ordenador al móvil) son un lujo y, según como, una lujuria inadministrable, pero este esplendor no obliga a renegar de la nostalgia. Pero en el caso de muchos chavales, como yo, no eran estos los cines más frecuentados. Eran los del cole. El mío: los escolapios de Sant Antoni. Sábados por la tarde, programa doble con una del Oeste en la que era particularmente aplaudida la aparición del Séptimo de Caballería.
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