El comodín populista
Calificar hoy algo o a alguien de populista no significa nada; o una sola cosa: que no nos gusta y que, en vez de intentar entenderlo, preferimos ridiculizarlo o descalificarlo
De entrada, allá por septiembre de 2012, el fenómeno fue diagnosticado como un caso de enajenación mental de determinado individuo, transtorno que unos medios de comunicación de tipo norcoreano habrían contagiado a amplias capas de la sociedad. Aquel aseado tecnócrata de nombre Artur Mas amaneció un día convencido de que era Moisés y de que tenía por misión guiar a su pueblo hacia alguna ilusoria Tierra Prometida... En resumen: una estricta locura.
Al poco, la descalificación previa —previa a cualquier análisis riguroso y sereno, quiero decir— de lo que estaba sucediendo en la política catalana subió de tono: se trataba, lisa y llanamente, de fascismo. La nueva etiqueta y sus variantes (totalitarismo, etnicismo, etcétera) fue conjugada, naturalmente, en los más variados registros: desde el simple insulto de mítin hasta las sesudas disquisiciones a propósito de Carl Schmitt, pasando por analogías entre el Camp Nou lleno de esteladas y el estadio de Núremberg durante los congresos del Partido Nazi.
A lo largo del último cuatrienio se han ensayado otras fórmulas para proyectar sobre la reivindicación independentista la luz más siniestra posible. Por ejemplo, algún intento hubo de compararla con el antipático unionismo protestante norirlandés, y hacer de las grandes manifestaciones del Once de Septiembre el equivalente de las arrogantes y provocadoras marchas orangistas a través de los barrios católicos del Ulster. Pero resultaba un paralelismo tan grotesco, que no cuajó.
Hasta que, de un tiempo a esta parte, ha aparecido el concepto-comodín, la etiqueta que sirve para demonizar todo cuanto, aquí y en el mundo entero, cuestiona o desafía al statu quo y, por consiguiente, desagrada o irrita a sus beneficiarios y celadores: el populismo. El Brexit, ¿no sería la expresión última, exacerbada, de un recelo británico hacia Bruselas que comenzó a manifestarse ya en 1973 y que ningún gobierno desde entonces quiso o supo combatir eficazmente? Nada, nada: ¡populismo! Y Marine Le Pen, ¿no es el avatar actual de una extrema derecha clásica que hunde sus raíces en Vichy y rebaña hoy sus oportunidades? Bah, ¡populismo y sólo populismo! Y Podemos, ¿acaso no supone un síntoma de la flagrante crisis del régimen de 1978, de la descomposición del bipartidismo, etcétera? ¡Zarandajas! Vulgar populismo de izquierdas, de inspiración chavista. ¿Y el secesionismo catalán? ¡Populismo nacionalista de manual! ¿Y Trump? ¡La apoteosis del populismo, aderezado por el Ku Klux Klan!
Lo bueno —o lo malo— de invocar el populismo es que se trata de uno de los conceptos más polisémicos, gaseosos y ambiguos entre cuantos manejan la ciencia política y la historiografía. El Diccionario de la RAE lo define como “tendencia política que pretende atraerse a las clases populares”; siendo las clases populares la mayoría social y electoral en todas partes (excepto en Mónaco, Qatar y sitios así), cabría entonces concluir que es populista prácticamente toda la política de masas desarrollada hoy en el planeta.
Si el predictor del populismo consistiese en la apelación a un pueblo unánime e indiviso, las cosas no resultarían más sencillas, porque tal simplificación es común en la historia contemporánea; comenzando por la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776), redactada en nombre “del buen pueblo de estas Colonias” (y los colonos lealistas probritánicos, ¿qué? A ver si Jefferson y Franklin también eran de la ANC...).
Hay quien sostiene que un político populista es aquel que halaga al electorado diciéndole lo que este quiere escuchar (en 2008, por ejemplo, que no había ninguna crisis); o le promete cosas (cientos de miles de puestos de trabajo, rápidos crecimientos del PIB, apoyar nuevos Estatutos...) que sabe imposibles de cumplir; u ofrece soluciones simples (la ley, la ley y la ley) a problemas complejos. Pero, curiosamente, los cazadores de populistas piensan sólo en Trump, en Le Pen, en Pablo Iglesias, en los líderes del proceso catalán; jamás en Zapatero, Rajoy, Hollande o Renzi.
En definitiva, calificar hoy algo o a alguien de populista no significa nada; o una sola cosa: que aquel o aquello no nos gusta y que, en vez de intentar entender (no aplaudir) las causas de su irrupción, de su poder de convocatoria, de su éxito, preferimos descalificarlo y ridiculizarlo. Por su gravedad, lo que acaba de ocurrir en Estados Unidos debería suscitar mucha autocrítica sobre el modo de abordar los fenómenos sociopolíticos. Pero no parece: siguen prevaleciendo la caricatura y la conyeta en lugar del análisis serio.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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