El espantajo populista
En lugar de indagar en las causas del descontento para combatirlas, se señala a los que intentan capitalizar el malestar como adversarios del sistema
Dicen que vivimos tiempos de populismo pero, ¿qué es el populismo? Desde que esta palabra se empleó por primera vez en el siglo XIX para referirse a los populistas rusos, siempre ha sido una categoría imprecisa. Hoy más que nunca.
En la vorágine mediática y en la dialéctica política el uso más generalizado del término populismo es el descalificador. Dando por supuesto que la palabra contiene una connotación negativa, vinculada a la demagogia y a los desafíos al orden establecido, se usa para etiquetar a aquellos movimientos que pretenden penetrar en el limitado espacio roturado por los partidos políticos que vienen repartiéndose el poder en las democracias occidentales en los últimos años: conservadores, liberales y socialdemócratas.
En vez de indagar en las causas del descontento con la política institucional e intentar combatirlas, se señala a los que intentan capitalizar este malestar como adversarios del sistema democrático. Todo lo que se mueve fuera de control de los que mandan es populista, venga de donde venga y pretenda lo que pretenda. Con lo cual la palabra no describe nada, sino que es simplemente un instrumento de guerra política. Primero, se les señala como populistas y después se les excluye como potenciales actores de las mayorías parlamentarias y de las alianzas de gobierno.
Este uso del populismo carece de valor explicativo: es pura descalificación. Expresa una idea muy estrecha de la democracia, reduciendo el espacio de lo posible hasta límites ridículos, en torno a este lugar pospolítico llamado centro. Y pone de manifiesto la impotencia y la sumisión de una política que, incapaz de devolver a la ciudadanía la palabra que se le ha ido quitando, condena de antemano cualquier intento de dar voz al malestar. Y así se va empequeñeciendo el juego, hasta excluir a personajes aseados y sin atributos precisos como Pedro Sánchez por flirtear con el populismo. Y se crea una amalgama que va de la extrema derecha a la izquierda social pasando por los soberanismos. Todos en el mismo saco de populistas peligrosos para el sistema, aunque tengan poco que ver los unos con los otros, salvo que son expresión de la crisis de un modelo que viene derivando discretamente hacia la judicialización y el autoritarismo.
En realidad, hay tres acepciones generalmente aceptadas de la palabra populismo. Populismo como demagogia: hacer promesas a sabiendas de que es imposible de que sean cumplidas, para decirlo al modo de Taguieff. Y en este sentido en España hay un ejemplo insuperable que es la campaña electoral de Rajoy en 2011, que en pleno infierno prometió el cielo y al llegar al poder hizo exactamente lo contrario de lo dicho. Populismo como proyecto de construcción de un nuevo sujeto del cambio (al modo de Laclau) entendiendo que la nueva fractura social va más allá del conflicto de clases clásico. La oposición elites/pueblo es la nueva línea de confrontación. Desde estas posiciones algunos partidos, como Podemos, reivindican la etiqueta populista con los que se les quiere rechazar.
Y, finalmente, el populismo autoritario, que según la descripción de Jan Werner Muller, suma a la dimensión antielitista, la apuesta antipluralista, porque se autoafirma como portador del monopolio de la representación del pueblo, que es lo que vemos en el discurso de extrema derecha, de Trump a Marine Le Pen, "al no reconocer otro interés general que el de la nación auténtica". La paradoja es que la pretensión de este populismo —"quién no se alinea con los populistas se excluye del pueblo"— es simétrica a la pretensión de los que pretenden excluir del juego democrático a aquellos a los que han etiquetado previamente como populistas.
Dice el periodista ruso Peter Pomerantsev: “Si el pecado de los intelectuales en el pasado fue proponer visiones utópicas, en el siglo XXI es negar toda posibilidad de cambio”. Por lo visto, aquí y en Moscú ocurre lo mismo: los críticos impenitentes de antaño han descubierto el mejor de los mundos posibles. Y lo defienden de todo lo que se mueve, descalificándolo con la etiqueta “populismo”. Meter a todos los discrepantes bajo una sola e imprecisa categoría impide distinguir unos movimientos de otros y reconocerles como interlocutores. La democracia se marchita cuando se recurre al espantajo populista para excluir a algunos partidos de las opciones de gobierno o para transferir la última palabra —la soberanía— de los ciudadanos a los expertos.
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