Bocadillo imposible de berberechos
La extravagante moda del pequeño molusco competía con la sobrasada y el ‘pa amb oli’
Un bocadillo de berberechos en conserva, con las rebanadas del pan algo húmedas por el caldo protector de los moluscos, nació en una experiencia de entretenimiento juvenil, por la ocurrencia de un bedel del pequeño merendero de un club de estudiantes, bajo el amparo del párroco local.
El conserje de la llamada acción católica, l'amo en Pere Mola, quiso retener a la clientela y aumentar su caja con esa y otras tretas comestibles. Quería interrumpir la costumbre obvia de las meriendas imbatibles que el personal traía de casa y de sus colegios. Los usuarios eran fijos del campo de fútbol-sala, el futbolín, la gran mesa del pingpón y el extraño y altísimo frontón.
Aquella moda del berberecho oculto entre el pan quería competir, mejor vencer, la inercia magnética de los usuarios nativos hacia el pan con sobrasada, pa amb oli, pan y queso, pan con chocolate y el transversal del pan con foiegrás/paté. Aquello rústico, popular, aun acreditado.
El imposible o atrevido puñado de pequeños berberechos, apenas una capa, dos cucharadas de una lata grande —o una menor entera—, flotaba en la barca (rebanada) de un llonguet. La conserva era espolvoreada con pimienta negra y marcada por dos gotas de limón. El reiterado mordisco siempre se situó entre la duda y el archivo de la memoria.
El bocadillo territorial, anecdótico, surgió previamente al lanzamiento y triunfo de la generación nocilla, al tropiezo universal que es el bollycao y al éxito redondo del donut. Los perritos calientes eran para las fiestas y los viajes a la capital. Obviamente, esa aventura con los berberechos fue una anécdota porque no sobrevivió más allá de las fronteras de aquel feudo municipal y de un solo bar.
Ahora puede parecer una tontería, más que una merienda curiosa, posiblemente, sí, muy extraña, absurda. En la actualidad nada sorprende en el tan concurrido mundillo gastronómico porque existe una competición de extravagancias y contradicciones, a veces una espiral de meras fantasías entre muchos grandes chefs de ambos sexos.
Raro, el panecillo de berberechos fue casi el menú habitual, la dieta de media tarde y sábados, de los jovenzuelos del pueblo, con gente a veces algo rara, francamente. La clientela acudía hambrienta y cansada, tras jugar a la pelota y gastar la paciencia en las aulas, antes de servir misas o acompañar a los curas a dar el vático y ver morir, a veces, a los ancianos en su lecho.
En el menú de bocatas fríos del lugar olvidado, clausurado, además del de berberechos, se preparaban otros de caballa, mejillones y anchoas, antes de que su cotización y categoría gastronómica fueran muy al alza, como ya pasaba con las sardinas y el atún.
Entre las dos barcas de un llonguet, panecillo hoy en día tan festejado en Palma, se cargan ya como moda imbatible tortillas, pepitos de lomos, jamón de distinta curación, siempre con el tomate de ramillete fregado y restregado. El camallot y la butifarra son bocado de merienda de funcionario habitante lejos de la capital. La mortadela suena a antigua y dieta de calabozo.
(Para cerrar las heterodoxias: Una lata de berberechos de calidad sirve para improvisar el decorado final de un risotto de urgencia, cocinado con un caldo de pescado congelado, de pescadera, o industrial de alta calidad).
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