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Café de Madrid

El dolmen de Dalí

El autor diserta sobre la originalidad y los secretos de la plaza de Salvador Dalí

J. F. H.

En la desierta plaza de Felipe II vi de lejos a una señora que –sin importarle el Sol quemante, el paso de más de un cuarto de hora y su ropa nada veraniega—miraba absorta la inmensa piedra sobre tres pilares que llaman dolmen y la rara escultura en bronce negro que se yergue a sus pies. Sus ojos iban de la incredulidad al azoro y del disgusto a cierta risa. Al acercarme, me dijo que no se explicaba cómo se sostenía la piedra aquélla sobre lo que llamaba tres palillos ni qué estaría pensando Dalí al hacerle una estatua a su mujer, “¡si está clarísimo que se trata de un tío! Hay que mirar la palanquita que tiene entre piernas”.

La confusión es más o menos generalizada y se debe quizá a que la ubicación misma del adefesio se presta a enredos: se le llama oficialmente Plaza Salvador Dalí a esa franja abierta entre los edificios decimonónicos, reformados y modernos que en algún ayer formaban el pasillo de entrada para la antigua Plaza de Toros (donde hoy se levanta el Barclaycard Center, santuario de baloncesto y conciertos variados) y sí, nadie se explica que –a invitación de D. Enrique Tierno Galván—Salvador Dalí haya querido donar a la posteridad de la ciudad donde vivió de joven un dolmen como homenaje a las primeras estructuras izadas por el Hombre… y sí, se presta a confusión que sobre un pedestal en cubo, con las letras de G-A-L-A por los cuatro costados, no sea en realidad una escultura de homenaje a su mujer o a su nombre, sino al caballero Isaac Newton.

De allí la palanquita, le digo a la señora y añado que la esfera de bronce que pende de un hilo, delicadamente sostenido entre los dedos de la rara estatua, sea quizá un guiño a las leyes de la gravedad… y la señora me interrumpe a su madrileñísima manera para acotar: “Aquí, lo grave –grave de verdá—es que si esto es una estatua de un tío, le haya pegao en el pecho senos de mujé y en el cubo el nombre de su señora”. En el calor sofocante, se borra el espejismo de un hombre riéndose a carcajadas, con un gorro frigio y su bastón pintando el atardecer.

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