Jordi Carbonell: luz en la noche
Fallece a los 92 años el expresidente de Esquerra Republicana, referente antifranquista
Fui a ver a Jordi en su lecho de muerte; me cogió la mano y ya no la soltó hasta que me fui. Con mirada sostenida aunque cansada, me dijo que sabía que le quedaba muy poco tiempo; quería aprovechar para dar gracias a todos, despedirse de los que amaba y animar a los que nos quedábamos para alcanzar el sueño que él nunca viviría. Estaba lúcido y sereno y no sentía ni miedo ni rencor. Había vivido en plenitud, había querido mucho y lo habían querido mucho. "Adiós Alfred”, me susurró; “…adiós a todos los compañeros. Sé que dejo Cataluña en buenas manos”.
Jordi Carbonell era un hombre chapado a la antigua. Era de esos a los que hay que escuchar. No bastaba con oírlo de paso, observarlo de lejos y hacerse una idea superficial a toque de tuit, o descartarlo con mirada de siglo XXI. De hecho, yo lo conocí ya mayor, y confieso (algo avergonzado) que al principio confundí su contención con escasez, su rectitud con rigidez, su patriotismo con cerrazón. Pero pronto, a fuerza de escucharlo, entré en su mundo de infinita erudición, y admiré aquella suavidad de formas que albergaba un fondo tan labrado como firme. Sus principios eran tan enormes que no le cabían en las estrecheces mediáticas de nuestro tiempo, tan fuertes que no admitían marketing.
Él también era fuerte, al estilo de la gente que ha sufrido mucho. Perdió a un hijo de forma trágica, y perdió a su muy querida esposa tras una penosa enfermedad. Conservaba un recuerdo vívido de la República y de la guerra, que sufrió como republicano, catalanista y cristiano; y víctima del régimen franquista, que ya de mayor también sufrió como republicano, catalanista y cristiano. Pasó por la cárcel un par de veces y fue torturado, entre otras razones, por hablar siempre en catalán con la policía. Fue expulsado de la UAB y tuvo que irse a enseñar filología románica en Cerdeña.
La transición española, época de compromiso y de renuncias, le pasó factura. En 1976 asistió como representante de la Asamblea de Cataluña al primer 11 de septiembre, y ahí pronunció su frase más célebre; “que la prudencia no nos haga traidores”. Fue una frase que él, persona de prudencia casi genética, cumplió a rajatabla. Se negó a ir al Senado con la Entesa d'Esquerres porque no se había incluido a los partidos independentistas; se alejó de los grandes partidos del momento (PSC, CDC, PSUC) porque habían abandonado el derecho de autodeterminación. Y fundó Nacionalistes d'Esquerra, una sigla que nunca cosechó representación, para realizar una larga y coherente travesía del desierto.
Mantener el independentismo en horas bajas le convirtió en uno de los principales faros del renacer de los noventa, hasta el punto que hoy todo el soberanismo catalán se rinde a su ejemplo y le reconoce su valor. En los años noventa, ingresó en la nueva ERC y como presidente del partido, devino el valedor máximo de la línea de Carod-Rovira, la de una izquierda nacional catalana desacomplejada en todos los sentidos, que aspiraba ya no a resistir sino a ganar. También vio con muy buenos ojos la entrada de Oriol Junqueras, ya que había acusado con decepción los rifirrafes de los gobiernos tripartitos y las inoportunas escisiones en el seno de una Esquerra al alza. Nunca criticó, nunca desmereció a nadie, su ética se lo impedía; pero su ética le llevó a apoyar, en positivo, a aquéllos que él creía que podían llevar el independentismo a la cumbre.
Sus principios eran tan enormes que no le cabían en las estrecheces mediáticas de nuestro tiempo
Uno se puede preguntar cómo alguien que se negó a hablar castellano en las comisarías, alguien que perdió el tren político de la transición, alguien que tenía la minuciosidad del académico, podía llegar a ser el principal adalid del éxito del independentismo catalán. Pues bien, precisamente tenía que ser alguien como Jordi Carbonell. Seres que no estaban llamados ni al liderazgo carismático ni al fulgor comunicativo, pero que tenían una misión tal vez más importante, la de mantener las luces en la noche, eso que muy bien apuntó Salvador Espriu en verso;
Però hem viscut per salvar-vos els mots, per retornar-vos el nom de cada cosa, perquè seguíssiu el recte camí d'accés al ple domini de la terra.
(Pero hemos vivido para salvaros las palabras, para devolveros el nombre de cada cosa, para que siguierais el recto camino de acceso al pleno dominio de la tierra).
No sé cuántas conversiones al independentismo cosechó Jordi Carbonell a lo largo de su dilatada vida. No sé cuántos votos consiguió, ni a cuánta gente movilizó. Lo que sí que sé es cuánto calaje moral nos regaló. Cuántas veces nos recordó que lo más importante en política (siendo relevante) no ni era el verbo hábil, ni la astucia, ni la buena venta. Cuánto nos recordó que más allá de los votos y de las campañas, residía la dignidad que derivaba de la coherencia. Y que al fin y al cabo, lo más importante en la vida era defender la verdad, tu verdad, sí, aunque sólo fuera tu verdad.
Ahora puedes descansar en paz, Jordi, porque siempre viviste en paz contigo mismo. Adiós amigo, adiós maestro, adiós hombre bueno y valiente. Ay, cómo echaremos de menos tu estrella.
Alfred Bosch, presidente del grupo municipal de ERC en el Ayuntamiento de Barcelona.
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