Badalona o el milagro de andar sobre el mar
La ciudad no es un destino de veraneo, sino más bien un preludio interesante o el epílogo feliz de las vacaciones
“¡Joder, esto parece Miami!”, suelta mi amigo Dani cuando descubre el nuevo paseo marítimo de Badalona, repleto de runners, patinadores y chiringuitos guays que antes eran sencillos locales de pescadores. El paseo, con elegantes árboles sobre una estrecha franja de arena, había acogido durante años un enorme aparcamiento de cemento. Era el lugar donde uno dejaba el coche para ir al cor de la ciutat: la Rambla y la comercial calle del Mar. Ahora es el escenario de la Badalona que ha dejado atrás, sin olvidarlo, su pasado industrial y se acerca tímidamente al turismo. Conviene no engañarse: la ciudad tiene sus atractivos, sí, pero no es un destino de veraneo; es más bien un preludio interesante o el epílogo feliz de las vacaciones.
Comer, dormir, ver...
UN LUGAR PARA COMER
La Sargantana, en Dalt la Vila. Comida de calidad en un pequeño local con aspecto de teatro. Sirve productos de proximidad (como el vino de Alella) y ha sabido inventar sabrosos platos locales, como el pulpo o el bacalao “a la badalonina”, de los que es mejor no revelar el secreto.
DÓNDE DORMIR
Sin grandes sofisticaciones, el hotel Miramar es un clásico que cumple su función. De tres estrellas, está ubicado en plena Rambla, junto a la playa y a escasos metros del Cercanías de Renfe.
UN LUGAR PARA VISITAR
El monasterio de Sant Jeroni de la Murtra. Además de su bello claustro gótico, posee cierto morbo para los amantes de la historia: en 1493, acogió el primer encuentro, tras el descubrimiento de América, entre Cristóbal Colón y los Reyes Católicos. Por un módico precio, uno puede quedarse unos días a dormir (aunque me tienta la idea, aún no lo he probado) para apagar el móvil y meditar en silencio.
El Pont del Petroli es la niña mimada de esa nueva Badalona. Es un puente de cemento, robusto pero esbelto, que se adentra más de 200 metros en el mar. Recorrerlo, especialmente a primera hora de la mañana o a última hora de la tarde, posee la magia de caminar sobre el agua hacia un horizonte azul, lejano, desconocido. Desde la plataforma central se obtiene una vista interesante del litoral de Barcelona: las tres chimeneas de Sant Adrià, el Fòrum, el hotel Vela... Tal vez por eso ha atraído a visitantes de fuera de la ciudad y hasta a extranjeros: un amigo jura y perjura que ha visto “chicas suecas” tomando fotos del puente y de la escultura que preside su entrada: una estatua de bronce cedida por Anís del Mono en la que el célebre mono humanoide (con el inequívoco aspecto de Charles Darwin) observa hamletianamente una botella adiamantada de anís que sostiene con su mano izquierda.
El simpático simio ha sido objeto de ataques vandálicos (no sabemos si por parte de darwinistas, creacionistas o simplemente quinquis, que también los hay), pero el Pont del Petroli es el nuevo emblema de la ciudad y hace las delicias de instagramers y amantes de los selfies. La estructura ha aparecido incluso en un anuncio del iPhone 6. Construido originalmente de madera, el puente sirvió para descargar productos petrolíferos hasta 1990. Iba a tirarse al suelo, pero el empeño de un vecino, el pastelero Josep Valls, lo salvó. La huella industrial está muy viva en el nuevo bulevar, que conserva la fábrica de Anís del Mono (el olor dulzón del anís se funde con el del mar), una chimenea del siglo XIX o la espectacular fábrica CACI, de estilo Manchester, que se ha rehabilitado y espera nuevos usos.
Badalona es una ciudad de cicatrices, como la de la vía del tren
Badalona es una ciudad de cicatrices. Como la vía del tren, que discurre muy cerca de la playa. Los visitantes más puñeteros se quejan de que el zumbido de los trenes hace temblar sus platos de bravas o interrumpe sus siestas playeras. A mí, en cambio, me parece que la vía (soterrarla se ha descartado porque sería carísimo) está adherida a la piel de la ciudad. La otra herida es la autopista, que actúa también como separador socioeconómico. Simplificando, por debajo de la autopista está la Badalona de tota la vida, la que mira al mar, y por encima está la Badalona de aluvión, la que se encarama a la montaña, la de los emigrantes andaluces y castellanos que en su día votaban al PSUC y hoy apuestan por el populista Xavier García Albiol.
Llegar al centro desde la periferia nunca fue fácil. De adolescente, la opción más socorrida (por económica) consistía en caminar durante 45 minutos: descender las empinadas calles con nombres de vírgenes y de planetas; recorrer la antigua vía augusta con el temor de ser asaltado a la altura del barrio de San Roque —“me gusta tu reloj, ¿me lo das?”—; recordar tiempos mejores de la Penya frente al estadio olímpico (¡aquel triple de Corny Thompson!) que un día fue canódromo; y llegar, al fin, al mítico frankfurt de la calle del Mar, siempre abarrotado. El recorrido a la inversa era más duro (por las subidas) y a veces tiraba uno de tusa (así se conocen aquí los autobuses). Poca gente del centro ha hecho ese camino, como no sea para ir a comprar a Ikea, que abrió en Montigalà su primera tienda en Cataluña.
Los encantos de los barrios son difíciles de apreciar a primera vista, pero están ahí. El antiguo matadero de La Salut, inaugurado por Alfonso XIII en 1927, es una ricura noucentista. El Parque del Gran Sol, en Llefià, es solo una mole de cemento, sí, pero ahora acoge también festivales de música y su nombre tiene claras resonancias aztecas. Si uno tiene suerte, caminando por Sant Mori puede toparse con la tienda de las bragas, un local que, pese a que hace años que solo vende gominolas, sigue exhibiendo lencería fina en el escaparate.
El centro es otra cosa. En la Rambla (paralela al mar) siguen en pie bellas casas con badiu (palabra autóctona que designa un patio interior) y aroma a pueblo. Subiendo esas calles se llega al Museo de Badalona, centro neurálgico de Baetulo. De la Badalona romana pueden visitarse las termas, una casa de mosaicos con delfines o el jardín del ilustre patricio Quinto Licinio. Llegados a ese punto, vale mucho la pena detenerse en el barrio con más encanto de la ciudad: Dalt la Vila. La villa medieval conserva una autenticidad que aprecia el visitante y detesta el vecino: calles mal asfaltadas, como de hace seis siglos, y rincones imposibles.
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