La mutación adecuada de Enrique Bunbury
El zaragozano repasa en el Teatro Real sus tres décadas de oficio ante un público entregado
Como les sucede a todos los artistas excesivos, a Enrique Bunbury nunca le han faltado las adhesiones inquebrantables ni los detractores desaforados. La intuición nos dice, con todo, que el segundo grupo se encuentra ahora mismo en fase regresiva. Solo desde la miopía puede ponerse en duda el poderío escénico del hombre que anoche se adueñó del Teatro Real, donde debutaba; su búsqueda tenaz de motivaciones, la inquietud del perpetuo movimiento que le ha caracterizado durante estas tres décadas al pie del cañón. Han venido siendo 30 años de permanentes mutaciones, como sustantiva el título de su último trabajo y nueva gira. Pero mutaciones (casi) siempre adecuadas, por tomarle prestado el adjetivo a otro título célebre en su trayectoria.
Ayer nos encontramos cuanto se anhela en una comparecencia de estas características: el repertorio carnal y no siempre predecible (Una canción triste), la escenografía vistosa, el imponente torrente sonoro de los Santos Inocentes, el manierismo en las actitudes y, sobre todo, una pasión que se contagia sin barreras hasta el cuarto anfiteatro. “Doy gracias por haber llegado hasta aquí”, proclama Bunbury en Ahora, el tema que le entregó a Raphael y anoche sirvió para entrar en calor. Y sucede que las ovaciones del público salpican la interpretación hasta en tres o cuatro ocasiones, un índice de complicidad del todo insólito.
Veintitantos años después de que se desmantelaran sus Héroes del Silencio, el hombre de la voz engolada y la mirada diminuta ha engrandecido la dimensión internacional de su arte y, sobre todo, la riqueza de los ingredientes que le caben en su marmita creativa. Por eso ayer podía retomar El camino del exceso, un título casi definitorio de su antigua banda, justo después de erigirse en jefazo latino con Porque las cosas cambian. Como si su carrera pudiera interpretarse a través de los epígrafes: nuestro personaje ha suavizado los excesos para subrayar el matiz.
Enrique sabe a estas alturas que en el directo también cuentan las formas. Y las suyas son, sin duda, hechuras de estrella. Por lo pronto, nos trata de usted. Y en la mismísima plaza de Ópera, templo de las arias y del ornato, se plantifica con gafas de aviador y ribetes de rojo pasión en su traje negro. No es paripé; es herencia. La de los años maravillosamente desmesurados del glam, sobre todo. Más cerca de Marc Bolan que de Slade o el mismo Bowie, incluso aunque David y Enrique hayan tenido siempre buen trato con los camaleones.
Los años del rock anglosajón permanecen ahí, desde Avalancha a Maldito duende (esta, en mitad del patio de butacas). Pero se empapan ahora de una América mestiza, noctámbula y tabernaria. Una América casi siempre mexicana (¡ese acordeón de Jorge Rebenaque!), pero también vaquera y polvorienta. Una América que, pareciendo a ratos una postal cinematográfica, él ha vivido a ráfagas y bebido a sorbos. Este Universal Music Festival necesitaba una estrella en castellano. Y la de anoche, ahí le tienen, fue de las rutilantes.
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