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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Santana miró a Carlos Santana

El guitarrista anglomexicano recuperó sus esencias en Cap Roig

Carlos Santana, en un momento de su actuación ayer noche en el Festival de Cap Roig.
Carlos Santana, en un momento de su actuación ayer noche en el Festival de Cap Roig.JOSÉ IRÚN

Una mirada hacia atrás, cuando en lugar de sombreros había una mata de cabello alambrado que crecía desordenadamente dando lugar a la iconografía explotada en portadas como la del directo con Buddy Miles, disco que, por cierto, recuperó Evil Ways. Ya entonces el guitarrista mestizo anglo-mejicano miraba hacia el cielo, hacia la luz, hacia el ser superior como esperando una guía, orientación en este mundo de oscuridad. Ese Carlos Santana, el añejo, fue el que protagonizó el concierto de Cap Roig de la noche del sábado en el que su falta de mesura –número de solos, menciones espirituales propias de manual de autoayuda, guiños constantes a la música popular mediante innecesarios y recurrentes fragmentos de piezas en la memoria de todos, duración misma del concierto, dos horas y media- fue el único contrapeso a su imperecedero dominio de la guitarra, un instrumento que, dada su propensión a comer chicle en el escenario, le impide cantar, arrojándole a las seis cuerdas. Fue el Santana de siempre, pero con un repertorio mucho más aseado en el que el impulso afrolatino se impuso a las posteriores veleidades melódicas de su dilatada carrera. Y el público, talludo, disfrutó. No había para menos.

Las gemas de la corona fueron, además del citado Evil Ways –podía haber tocado también Marbles, Lava o Them Changes para incendiar Cap Roig-, Samba pa ti, Jingo, Black Magic Woman y su estupenda apropiación del Oye como va, interpretadas, para mayor adhesión del fan veterano, en versiones que no se alejaron demasiado de lo que la memoria guarda de la escucha de aquellos discos de los setenta. Y si no hubo piezas del Love Devotion & Surrender, donde hay una versión del Naima de Coltrane, repescó un A Love Supreme para trombón que, por contenido, cuadra más con este artista que cree que la música, el amor y la luz pueden cambiar el mundo. Dijo esperar verlo antes de irse como Marley y Paco de Lucía, lo que a sus 69 años le augura tremenda longevidad. Ah, un artista de versiones como él debería ir con más tiento al tratar con autores como Curtis Mayfield, del que adormeció en clave de reggae flácido su maravillosa Gypsy Woman.

Pero lo sustancial, al fin y a la postre, fue el redescubrimiento del sonido afrolatino propio del mejor Santana, que con las espaldas cubiertas por tres percusionistas –su mujer a la batería- proyectó didácticamente en la pantalla del escenario imágenes de africanos bailando en su poblado, por si quedaban dudas. Todo bien mascadito, por favor, como la gestualidad de uno de sus dos vocalistas, que al cantar A Love Supreme se tocaba el corazón y luego enviaba la mano al cielo, "¿Lo pillan? Amor supremo", parecía decir. Pero así es Santana, obviedad y pura desmesura, con su guitarra prolija, sus dos solos, dos, de batería, con otro de bajo para recrear a ladrillazos Imagine, o esa postrer Roxette cantada por su guitarrista sólo porque tiene una voz asombrosamente parecida a la de Sting. Es el Carlos Santana de siempre, con el sonido de órgano de siempre. Que no nos lo cambien por favor, todo iría a peor.

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