Un extravagante bazar de anomalías
Quién sabe lo que podemos encontrar en este bazar : en la caja de cartón en donde guardo innumerables recortes de periódico
Los medios de comunicación ofrecen una visión ordenada del cosmos y no dejan de fomentar la seductora idea de un mundo razonablemente organizado. Su fundamento teórico es que incluso el caos forma parte de un plan racional. La trama de los acontecimientos que vivimos puede parecer enmarañada, pero siempre será posible descubrir la causa del enredo. Lo importante es no desfallecer y cultivar la confianza del lector en la gobernanza del destino.
Quizá por ello convenga prestar algo de atención a las anomalías que surgen en este regulado mundo cartesiano. No por celebrar los azares de la existencia ni por dar más motivos de tribulación a la conciencia contemporánea. Más bien se trata de coleccionar rarezas. Quién sabe lo que podemos encontrar en este extravagante bazar de anomalías: en la caja de cartón en donde guardo innumerables recortes de periódico.
El pintor Robert Llimós pinta y esculpe imágenes de los seres extraterrestres con los que se topó en Brasil en 2009. Las galerías de arte le han retirado su apoyo y los críticos no quieren saber nada de él. Sin embargo, el artista, a sus 72 años, considera ineludible la misión de anunciar la inminencia de un encuentro: “me han elegido para que nos vayamos acostumbrando a su presencia”.
Afirma el filósofo italiano Gianni Vattimo que el pensamiento débil nos hace más fuertes: mejora extraordinariamente la autonomía personal del hombre ajeno al rebaño dogmático.
Una institución barcelonesa, que acoge adolescentes descarriados y maltratados, ha confiado su programa terapéutico a un grupo de perros. Según los responsables del centro, los muchachos aprenden con los animales algo que mejora su estado físico, emocional y mental, y perfecciona su autoestima, confianza y seguridad. Uno de los chicos redimidos, que hoy se prepara para ser cocinero, cuenta: “más que enseñar, los perros transmiten; todo lo que ellos te dan es bueno”.
Un colegio en los Estados Unidos graba los comentarios de sus alumnos ante la impetuosa irrupción de Donald Trump (apellido que en el argot de los jugadores de cartas denota triunfo y entre nosotros, por similitud fonética, las trampas que hacen en el tapete). Sorprende la sutileza de unos niños que no tienen edad para votar pero sí un agudo discernimiento: “Si va a ser grosero con las mujeres, no debería ser Presidente” (Lucas, siete años). “¡Este es un país libre y tú lo estás arruinando!” (Sidney, ocho años). “Necesitas tener experiencia para ser Presidente. Si no la tienes, algo saldrá mal” (Jayka, 13 años). “Dice cosas malas de otra gente, pero quiere ganar gracias a esa gente. Es como si dijera: “Eres horrible, vota por mí”. (Kacey, diez años). “A lo mejor piensan que es inteligente” (Maxim, nueve años).
El Rey emérito de Bhután creó el índice de felicidad nacional como registro para orientar el arte de la política. Consideró obsoletos, reduccionistas y unilaterales los indicadores que proporciona el PIB (producto interior bruto) y elaboró un registro más acorde a los anhelos humanos. Su ministro de Educación observa que la supuesta riqueza de las naciones no ha impedido la desgracia de sus gentes. Y que de nada nos sirve un país rico cuando no sabe ser feliz: “nos interesa más la equidad, la bondad, la inteligencia, la salud de la tierra… que el índice de renta per cápita”.
El primatólogo holandés Frans de Waal dice que ama el peligro que se esconde entre los arbustos. “Tiene forma de oso, jaguar o tigre. Animales que pueden saltar hacia ti y devorarte”.
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